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viernes, 23 de marzo de 2012

La Iglesia particular y universalidad de la Iglesia


Iglesia particular y universalidad de la Iglesia

Durante mucho tiempo la catolicidad ha sido objeto principalmente de un estudio de carácter apologético: la universalidad atestiguada por el gran número de fieles, la transcendencia respecto a los particularismos de la mayoría de las Iglesias, la sorprendente continuidad y perduración a través del tiempo, muestran que la verdadera Iglesia se encuentra en la que se denomina Católica[1].

Pero no se puede caer en el peligro de reducir la idea de catolicidad simplemente a un universalismo geográfico o cuantitativo, puesto que esta nota pertenece a la misma esencia de la Iglesia incluso antes de estar presente como extensión o amplitud, pudiendo resultar ambiguo su carácter cuantitativo, por ejemplo la comunidad de Jerusalén era intrínsecamente católica a pesar de estar sólo en un lugar.

La raíz última de la catolicidad radicaría en el misterio trinitario y desde aquí podemos contemplar como en el espacio abierto por las misiones del Hijo y del Espíritu la Iglesia resulta católica de forma ilimitada, ya que ella es la representante y mediadora de la plenitud del misterio divino y por tanto se dirige a todos los hombres. De aquí que el uso apologético, al que antes nos referíamos, de la catolicidad no pierde su conexión con el significado original, sino que se añade a dicho significado, es decir que la Iglesia es católica porque, utilizando una expresión de San Agustín, es universalmente perfecta y está extendida por toda la tierra sin haberse degradado en nada. Y por tanto la catolicidad entendida como extensión geográfica tendrá valor en la medida en que responda a la difusión de la verdad de salvación a todos los pueblos[2].

Más que en los números o la cantidad, la Iglesia vive paradójicamente su catolicidad en la vocación de congregar a todos los hombres descubriéndoles el misterio de su unidad rota, que debe ser restaurada[3].

De esta catolicidad será de donde brote la misión universal de la Iglesia, que se vivirá de diversas maneras a lo largo de los siglos pero que, a pesar de esas distintas formas, tiene una misma realidad que se impone: la Iglesia es misionera por su propia naturaleza.[4]

El Sínodo de Obispos del año 1985 señaló en la communiola idea guía para la correcta comprensión de la Iglesia y pidió que se profundizase en la eclesiología eucarística. Así podremos ver cómo la Iglesia es Eucaristía y, por tanto, la Iglesia es comunión con todo el cuerpo de Cristo. En la Eucaristía quien comulga con Cristo comulga con todos los hermanos y por tanto esta idea de communioincluye la dimensión de la catolicidad. La Iglesia o es católica o no es Iglesia[5].

Esto nos lleva, en un principio, a mirar y fijarnos en la Iglesia antigua. En esa mirada podemos observar cómo desde los primeros momentos de existencia de la Iglesia nunca fue definida como una yuxtaposición de Iglesias locales. En los tiempos apostólicos la figura del apóstol no es tenida como un Obispo de una Iglesia local, sino como misionero de toda la Iglesia. En la persona del apóstol queda claramente identificada la Iglesia universal. Pablo ejercería esta misión de unidad a través de sus cartas, que son la realización práctica del servicio católico de la unidad, que sólo podemos explicar a través de la idea de la autoridad del apóstol extendida a lo largo de toda la Iglesia universal. Esto hace que la Iglesia no pueda hacerse por una suma estática de Iglesias locales, sino que tiene que permanecer apostólica, es decir, que el dinamismo de la unidad ha de marcar su estructura. De aquí que al designar al Obispo como “sucesor de los Apóstoles” se le hace salir de un ámbito puramente local y se le hace responsable de la misión universal de la Iglesia[6].

Pablo VI sugiere esto mismo en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi:

“Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos anómala de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal por vocación y por misión, la que echando sus raíces en la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del mundo aspectos, expresiones externas diversas […] La Iglesia “difundida por todo el orbe” se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares. Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares”[7]

Profundamente enraizada en su lugar, la Iglesia es católica por ser Iglesia de Dios. No está en Corinto, en Pérgamo, en Roma más que como Iglesia de Dios. Pues bien, Dios es “católico” en su designio de salvación. La Iglesia local se encuentra impregnada de esta catolicidad, sin la cual dejaría de ser de Dios. Es la Iglesia católica de Dios en ese lugar. Y esta catolicidad la hace inseparable, no sólo de la sollicitudo por todas las Iglesias católicas (sus Iglesias hermanas), sino de lo que ellas viven[8]

El elemento estructural que garantiza la catolicidad es que la pertenencia  a la comunión en cuanto pertenencia a la Iglesia es por su naturaleza universal. El que pertenece a una Iglesia local pertenece a todas[9], pues una comunidad no puede ser Iglesia local más que en la comunión con las demás Iglesias, las que fueron, las que son y las que se difundirán por todo el orbe desde unos confines a otros de la tierra[10]. La communio ecclesiarum se convierte por ello en ley configuradota de la Iglesia una[11].

En la definición que hace el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia local afirma que se trata de una porción del Pueblo de Dios en la cual se hace presente y se manifiesta la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica[12]. Cita que recogerá también el actual Código de Derecho Canónico en su canon 369. Así entendida la Iglesia es la comunidad universal de los discípulos de Cristo que está presente en los distintos grupos, tiempos, lugares y particularidades[13]. Las Iglesias particulares están constituidas a imagen de la Iglesia universal, constituyendo una “porción del Pueblo de Dios”[14] y los fieles se incorporan a esta Iglesia universal, mediante el bautismo y no por la pertenencia a una Iglesia particular, sino que a través de la recepción del sacramento del bautismo el fiel entra a formar parte de la Iglesia universal de modo inmediato[15].

De aquí se puede afirmar que el Obispo representa ante la Iglesia local a la Iglesia universal y viceversa, y por tanto sirve así a la unidad. No debe tolerar que la Iglesia particular se encierre en sí misma, sino que debe abrirla a la universalidad de tal manera que las fuerzas vivificadoras de los carismas puedan brotar en ella[16].






[1]Cf. E. Bueno de la Fuente, Eclesiología, Madrid 1998, 253.[2]Ibid., 254.
[3]Cf. H. de Lubac, Catolicismo, Barcelona 1963, 36.
[4]Cf. E. Bueno de la Fuente, o.c., 257.
[5]Cf. J. Ratzinger, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, Madrid 1994, 49.
[6]Ibid., 51.
[7]Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (8-XII-1975), in: AAS 68 (1976), 52-53, nº 62.
[8]Cf. J.-M. R. Tillard, La Iglesia local. Eclesiología de comunión y catolicidad, Salamanca 1999, 157.
[9] Cf. J. Ratzinger, o.c., 52.
[10] Cf. J.-M. R. Tillard, o.c., 102.
[11]Cf. E. Bueno de la Fuente, o.c., 101.
[12] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus (28-X-1965), in: AAS 58 (1966), 677-678, nº 11.
[13]Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28-V-1992), in: AAS 85 (1993), 842, nº 7.
[14]CD 11.
[15]Cf. R. Cabrera López, El derecho de asociación del presbítero diocesano, Roma 2002, 116.
[16] Cf. J. Ratzinger, o.c., 59-60. Así lo indicará también el apóstol Pablo: “No extingáis el espíritu… examinadlo todo, retened lo que es bueno” (1Tes 5, 19.21)


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