Situación actual: el Sínodo de 1990 y a “Pastores dabo vobis” de Juan Pablo II
Con la promulgación del nuevo Código podemos decir que el proceso de renovación de los principios y métodos de la formación sacerdotal que comenzó con el concilio Vaticano II se ha llevado a cabo al menos desde el punto de vista normativo.
La realización concreta de las directrices conciliares presenta distintas modalidades según los contextos culturales y eclesiales. Se han hecho muchos experimentos relacionados con la formación intelectual, la organización de la vida comunitarias y con la actividad pastoral. Después de la promulgación del Código, la Congregación para la educación católica ha revisado la Ratio fundamentalis post conciliar y ha publicado una versión actualizada el 19 de marzo de 1985. La nueva “Ratio” es el punto de referencia para que las conferencias episcopales ajusten la organización de los seminarios a las nuevas normas. Sin embargo, en los años ochenta, el cambio de los escenarios culturales, políticos y religiosos plantean nuevos “retos” a la Iglesia contemporánea. En Europa, la caída del comunismo soviético en 1989 ()cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, cap. III, El año 1989, nn. 22-29) abrió nuevos espacios de libertad y nuevas oportunidades positivas, pero también nubarrones sobre el tejido europeo. Por eso escribe Juan Pablo II en la Christifidelis laici: “las situaciones económicas, sociales, políticas y culturales plantean problemas y dificultades más graves de que las que describe Gaudium et spes” (n. 31).
La comunidad humana se enfrenta a grandes desafíos: el desafío político o de los derechos del hombres; el desafío cultural, o de apertura a la universalidad sin renegar de las raíces nacionales; el desafío moral y espiritual para salvaguardar los valores éticos y religiosos en una sociedad secularizada; el desafío económico para superar la gigantesca sima entre el norte y el sur.
A la Iglesia se le plantea también retos igualmente fuertes, sobre todo el reto de la nueva evangelización, entendida como impulso misionero hacia todos los pueblos o como reinculturación del Evangelio en las comunidades donde la descristianización es mas que un peligro real.
El papa Juan Pablo II no deja de habla desde hace más de diez años de la urgencia de una “nueva evangelización”, una expresión ya recurrente en el lenguaje eclesial. Dicha urgencia implica ineludiblemente sobre todo a la formación sacerdotal. No se puede limitar a “presuponer” la fe, sino que hay que preparar presbítero capaces de “proponer” la fe en esta “hora magnífica y dramática de la historia, en la inminencia del tercer milenio” (ChL3), en un periodo de nuevo “adviento, “para preparar esa nueva primavera de vida cristiana que deberá revelar el Gran Jubileo” (cf. Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 10.11.1994, n. 18). Por estas razones, el Sínodo de los obispos de 1990 abordó la preparación sacerdotal, haciendo una seria y fecunda reflexión sobre el papel de los seminarios como comunidades formativas, que participan activamente en el proyecto de una nueva evangelización. Como fruto de los trabajos de la VII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispo, el 25 de marzo de 1992, el papa Juan Pablo II dirigió al episcopado y a los fieles una exhortación apostólica postsinodal sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, con un título significativo: Pastores dabo vobis (PDV).
Este documento es un punto firme de orientación doctrinal y pastoral para la vida de los seminarios a comienzos del tercer milenio. La identidad sacerdotal –como toda identidad cristiana. Tiene su fuente en la santísima Trinidad: “Pues el presbítero, en virtud de su consagración que recibe con el sacramento del orden, es enviado por el Padre por medio de Jesucristo, a quien está configurado de forma especial como Cabeza y Pastor de su pueblo, para vivir y actuar en la fuerza del Espíritu santo al servicio de la Iglesia y para la salvación del mundo” (PDV 12). “Los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, actualizando su estilo de vida” (PDV 15), en cuanto son “una representación sacramenta de Jesucristo Cabeza y Pastor”, cuya palabra proclaman con autoridad (PDV 15). Actúan en nombre de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, los presbíteros colaboran responsablemente en el ministerio del obispo y ayudan al pueblo de Dios a “ejercer con fidelidad y plenitud el sacerdocio común”. En este sentido, el sacerdocio de los presbíteros es un sacerdocio ministerial (cf. PDV 23).
El presbítero da testimonio de la caridad pastoral tanto en su relación de comunión con sus hermanos, a quienes le une el vínculo de su pertenencia al presbiterio, según el modelo de la comunidad de los apóstoles reunidos en torno a Cristo, como en el trabajo apostólico al servicio del pueblo de Dios. Pues el sacerdote no es enviado a los hombres como un individuo aislado, sino como parte de una comunidad apostólicas reunida alrededor del obispo, que preside en la caridad. El presbítero vive esta caridad pastoral ante todo ante todo como ministro de la palabra de Dios –debe ser el “primer creyente en la Palabra” (PDV 26s)-, como celebrante de la penitencia y de la eucaristía, como orante del pueblo de Dios en la celebración de la liturgia de las horas, como guía del rebaño que se la ha confiado (ibid.). La existencia sacerdotal debe caracterizarse por el radicalismo evangélico practicando la obediencia “apostólica” a la Iglesia (al obispo para los sacerdotes diocesanos; n. 28), observando la castidad por el reino de los cielos en el celibato (n. 29) y viviendo la pobreza evangélica (n. 30). De ahí la necesidad de una formación que haga que los candidatos sean conscientes de los objetivos que han de alcanzar después de decir sí a la vocación sacerdotal ingresando en el seminario.
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