Dimensión misionera de la Iglesia
En la etapa marcada por el Concilio Vaticano II se da una evolución teológica y pastoral de las clásicas “misiones extranjeras” a la calificación en singular de la “misión” de la Iglesia en el mundo, cuestión que aparece bien tipificada en el texto conciliar[1]: “La Iglesia peregrinante es por su naturaleza misionera”[2]. La expresión del decreto conciliar “naturaleza misionera” incluye todo aquello que la Iglesia debe realizar por mandato del Señor como continuadora de su misión y de su Espíritu. Cristo aparece como la clave de la explicación de la misión, y entre los medios de ésta no solo se piensa en la “evangelización” como primer anuncio, sino en el testimonio, en la predicación, en los sacramentos y en los demás medios salvíficos[3].
Como “sacramento universal de salvación”[4] la Iglesia es esencialmente misionera y todos los cristianos, especialmente aquellos que han recibido la sagrada Ordenación, participan de esta misión. La misión de la Iglesia es la de reunir a todos y todo en Cristo[5].
Esta eclesiología de comunión abre nuevos horizontes a la misión, puesto que los valores de las Iglesias locales “pueden servir para fomentar ese sentido de comunión con la Iglesia universal”[6]. Así la categoría “comunión de las Iglesias coloca a todas las Iglesias en un mismo nivel, teniendo en cuenta la comunión decisiva con el centro de unidad que es la Iglesia de Roma.[7] Todo esto conlleva que toda Iglesia local es en su naturaleza misionera, es decir que está abierta a la catolicidad de la Iglesia universal por mandato mismo de Jesucristo, mandato que alcanza al corazón mismo de la Iglesia[8].
De esta forma la doctrina conciliar insta a los Obispos, recordando su colegialidad, a que sean conscientes de la dimensión universal y misionera de toda la Iglesia y a que muestren su solicitud por todas las Iglesias, especialmente por aquellas regiones donde no se ha anunciado la palabra de Dios o donde mayores dificultades hay para ello, y pongan a disposición de esta misión universal a algunos de sus sacerdotes[9]. Y esto porque como colaboradores de los Obispos, los presbíteros por el sacramento del orden son llamados a la solicitud por la misión. El don espiritual que los presbíteros han recibido en la Ordenación no les prepara a una misión limitada o estrecha, sino a una amplísima y universal misión de salvación, “hasta los extremos de la tierra”, dado que cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles”… Todos los sacerdotes deben tener un corazón y una mentalidad misionera, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más alejados y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. En la oración y, en particular, en el sacrificio eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por toda la humanidad[10]. Así el presbítero es llamado a estar disponible a la misión universal de la Iglesia, a formar en su interior un espíritu verdaderamente católico que mire más allá de las fronteras de la propia Iglesia local y estar atento a las necesidades de toda la Iglesia[11].
[1]Cf. S. Pié-Ninot, Eclesiología. La sacramentalidad de la comunidad cristiana, Salamanca 2007, 579.
[2] Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes (7-XII-1965), in: AAS 58 (1966), 948, nº 2.
[3] Cf. S. Pié-Ninot, o.c., 586; Cf. AG 5.
[4]Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium (21-XI-1964), in: AAS 57 (1965), 12-14, nº 9.
[5]Cf. Unión Misional del Clero, Universalidad y diocesanidad de nuestra misión, in: Bolletino Notitiae 110, 1.
[6] AG 19.
[7] Cf. S. Pié-Ninot, o.c., 586.
[8] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Missio (7-XII-1990), in: AAS 83 (1991), 296-297, nº 49.
[9] Cf. CD 6; Cf. AG 38.
[10] RMi 67.
[11] Cf. PO 10; Cf. RMi 67.
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