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domingo, 25 de marzo de 2012

El valor del celibato tutelado por el derecho canónico

El celibato sacerdotal «que la Iglesia guarda desde hace siglos como perla preciosa […]» (SC 1), explicitada como obligación a los sacerdotes en el Derecho Canónico (c. 277), no agota su significado. Esta formulación de obligatoriedad expuesta en el derecho canónico parece ser que se ha entendido en el sentido que se trata de un deber, de una ley que deben aceptar quienes deseen ser sacerdotes,ignorando que el celibato es un carisma, un don de Dios, aún más, que quienes guardan obediencia a la obligación del celibato, tienen el carisma correspondiente[1]. Sin embargo, el celibato está formulado en el Código como una obligación (c. 277 De las obligaciones y derechos de los clérigos, Libro II, Parte I, Título III, Capítulo III), pero no de manera aislada, sino que se complementa con otras normas que implican al celibato (como la preparación (c. 247; cuidados para con el celibato c. 277 §§ 2 y 3; lo que implica la castidad c. 599; delitos contra el celibato cc. 1394,1395), de tal forma que no es una obligación aislada, sino que además proporciona los medios para poder vivir esa obligación.
             La Iglesia a pesar de las situaciones consideradas adversas a la disciplina del celibato, no ha dejado de manifestarse a favor del celibato clerical. El Papa, Obispos y presbíteros, consideran en su lenguaje un aprecio por este maravilloso don de Dios a su Iglesia. Recientemente la Congregación para el clero emitió una carta dirigida a los Obispos, donde comunica las nuevas facultades concedidas a ella por el Papa Benedicto XVI. Esta carta de la Congregación para el clero quiere honrar la misión y la figura de los sacerdotes que se esfuerzan por ser fieles a su propia vocación y misión. Los tres primeros números de la carta constituyen el fundamento del documento, y es allí donde luego de exaltar la figura del sacerdocio ministerial, resalta el celibato sacerdotal, refrendado por el Concilio Vaticano II para la Iglesia de rito latino; asimismo,  señala que corresponde al Obispo velar porque la disciplina de la Iglesia se observe, actuando con prontitud y diligencia[2].
Por lo que, para una comprensión más profunda del celibato se tiene que remitir a la identidad misma del sacerdote; desde allí se podrá comprender el motivo teológico del celibato sacerdotal, pues la voluntad de la Iglesia en este aspecto encuentra su último motivo en la unión de especial conveniencia que el celibato tiene con la Ordenación sacerdotal, la cual configura al sacerdote con Jesucristo, cabeza y Esposo de la Iglesia[3].
A partir de esto, se puede considerar tres aspectos fundamentales que se tienen que valorar para una mejor presentación de la obligatoriedad del celibato. En primer lugar, hay que profundizar la identidad del sacerdote, la misión del sacerdote y la preparación del sacerdote. Hablar de la realidad del celibato es hablar de estos tres elementos fundamentales del sacerdote; no se puede considerar el celibato como una dimensión aislada ni mucho menos no constitutiva al sacerdote.

Naturaleza de la vocación sacerdotal

La PDV en el número 42 reconoce la raíz de la vocación sacerdotal en el diálogo entre Jesús y Pedro (Cf. Jn 21); formarse para el sacerdocio, significa  habituarse a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: ¿Me amas? La respuesta –para el futuro sacerdote- no puede ser otra que el don total de la propia vida. El punto de partida es que la vocación sacerdotal no es una elección humana, sino una llamada divina, es la entrada sobrenatural de Dios en la existencia humana. En consecuencia, la vocación sacerdotal es, por tanto, un evento sobrenatural de gracia, una intervención libre y soberana del Señor que llamó a los que quiso y ellos le siguieron. Eligió a doce para que estuvieran con él y para enviarles (Mc 1,13) (cf. PDV 65). La libertad humana responde a este acontecimiento sobrenatural adhiriéndose a la divina voluntad. Siguiendo a la PDV 42, se puede decir que como fundamento de la vocación sacerdotal está la relación de inmenso amor, apasionado, exclusivo, totalizante, entre Cristo el Señor y el llamado. Sin esta experiencia, que cambia y da sentido, no hay auténtica vocación, es decir, no hay una verdadera comprensión del potente actuar de Dios en la vida de cada uno. La vocación nace, crece, se desarrolla, se mantiene fiel y fecunda sólo en estrecha relación con Cristo. Desde la adoración de la presencia real, la inteligencia debe entender que es Jesús de Nazaret, Señor y Ungido, la única verdad total, el único Salvador. En la adoración de la presencia real, el corazón debe sentir la exclusividad del amor. Un amor que incendia todo en nosotros y a nuestro alrededor.
La verdadera raíz del celibato está en este amor. Lejos de ser una mera norma disciplinar, el sagrado celibato, o mejor, la virginidad por el reino de los cielos, es la traducción existencial de la Apostolica vivendi forma que, imitando al mismo Jesús, pone a Dios en el primer amor y único lugar, incluso en los afectos. En definitiva, desde la adoración de la presencia real se comprende incluso el sentido profundo de la disciplina eclesiástica, es decir, del ser discípulos de Cristo en la Iglesia. La tan vituperada disciplina eclesiástica no es más que saber ser discípulo. Se debe recuperar urgentemente las raíces hechas de amor a Cristo y a las almas por Cristo[4].

Misión sacerdotal

En el documento Deus caritas est, el Santo Padre Benedicto XVI ha proclamado la urgencia de superar toda reducción funcional y activista del trabajo eclesial, y especialmente del ministerio sacerdotal. Lo específico de la vocación sacerdotal, esencial e imprescindible para la vida y la identidad de la Iglesia, postula como lógica consecuencia lo específico del camino de santidad que todo sacerdote está llamado a recorrer a través del ejercicio de su ministerio.
Por esto es preciso que se  redescubra el sentido de la centralidad de la Eucaristía: fuente y culmen de todo ministerio sacerdotal, y a la, vez, centro propulsor de la vida moral y de la santificación del clero; que el ministerio no sea distinto de la vida del sacerdote quien, en cada actividad, debe mantener siempre un estilo sacerdotal, como si siempre estuviera sobre las gradas del altar: en el trato humano, en el lenguaje, en el traje propio, en el actuar constantemente como lo hace el Bueno Pastor que se ofrece por las ovejas, que no es nunca un mero administrador o, lo que es peor, un mercenario capaz de apartar a las ovejas del redil de la santa Iglesia. Tal trato humano no nace de un esfuerzo improvisado sino de la conciencia, debidamente educada, de ser por pura gracia y misericordia divina, un alter Christus que peregrina por los caminos del mundo. De un buen sacerdote, se deduce una buena pastoral. Todos los hombres son llamados a formar parte del rebaño de Cristo. El sacerdote llega a ser santo actuando en esa dirección, viviendo, sufriendo, ofreciéndose para que todos los que le hayan sido confiados, y aun los que encuentra, puedan lograr una verdadera experiencia de Cristo a través de su ministerio y de su trato humano.
El sacerdote no puede refugiarse en la soledad o el aislamiento, no puede pensar que la edad canónica del retiro coincida con dejar de trabajar por el bien de las almas. El sacerdocio ministerial modifica ontológicamente la identidad de quien lo ha recibido. Se es sacerdote para siempre, incluso más allá de la muerte. Ningún ministerio, ni el más teológicamente cualificado, admitiendo que se trate de sana teología, podrá nunca sustituir al sacerdote. Por ello es preciso que se eduque en esa conciencia. Que renueve su pertenencia a Cristo y el amor por la Eucaristía que, por pura gracia puede celebrar. Que ame el confesionario como lugar, como servicio, como identificación con Cristo misericordioso, dador del amor trinitario[5].

La formación de los seminaristas

Por mucho tiempo y en demasiados lugares, se ha dejado que el mundo educase a los seminaristas, dejados, abandonados a la ósmosis con el clima difuso de una sociedad relativista, hedonista, narcisista y, en definitiva, anticatólica. De tal modo se ha permitido que el mundo condicionase el pensamiento de los seminaristas, su modo de hablar, el criticar y juzgar a la Madre, la Iglesia, el ceder a categorías histórico-políticas, impuestas por la hermenéutica de la discontinuidad, dentro del único sujeto eclesial, incluso el vestir, el cantar, un cierto irresponsable sexualizar, con un uso inmaduro y superficial de la gestualidad, todos ellos aspectos copiados del mundo. Bien se sabe que el espíritu del mundo y el de Dios son opuestos. El lugar teológico no es el mundo, sino la Iglesia, presencia de Cristo en el mundo; de aquí surge una pregunta apremiante ¿en qué se diferencia algunos seminaristas de los demás hombres de su edad que no están en un seminario? Se ha creado no una herejía, lo que habría hecho reaccionar rápidamente a la Iglesia, sino un clima general, una niebla que lo rodea todo, haciendo imposible ver y distinguir con claridad entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el vicio y la virtud. Se puede encontrar una analogía para entender aquello que, primero a nivel filosófico y después divulgativo, ha ocurrido con el término moderno: una realidad, en lenguaje común, es buena si es moderna. No importa que sea verdadera o falsa, que promueva verdaderamente al hombre o lo dañe; en consecuencia, es necesario que sea moderna para que resulte simpática y encuentre acogida en las mentes, los corazones y las costumbres.
Lo mismo ocurre en algunos ambientes eclesiales: basta utilizar locuciones que hoy son ya famosas: después del Concilio o según el Concilio y nadie osa ni siquiera comprobar si aquella noble asamblea de Padres haya hecho nunca determinadas afirmaciones. Baste pensar en algunas palabras claves con las que son humillados, y se pierden óptimas vocaciones: es muy rígido, demasiado ligado a las formas, no está abierto a la diversidad, está demasiado convencido, no tiene dudas, no ha elaborado críticamente la fe, rompe la comunión, etc. Por lo tanto, es necesario y urgente acabar con los equívocos y llamar al pan, pan y al vino, vino, porque si no hay claridad en los síntomas, no se puede hacer un diagnóstico y no se podrá construir un modo auténticamente católico y moderno de formar al futuro clero del mundo. En definitiva, el aprecio y esfuerzo por vivir el celibato sacerdotal, implica muchos elementos; valorarlo significa valorar la propia identidad del sacerdote, valorar la misión de los sacerdotes, valorar la formación de los futuros sacerdotes.[6]

Conclusión

·        Quebrantar la obligación del celibato provoca escándalo y daño a las almas, ante lo cual el derecho de la Iglesia reacciona también penalmente, aun cuando la sanción penal sea siempre la última ratio.
·        La norma penal pretende tutelar el bien jurídico eclesial protegido, restaurar el orden público lesionado por la conducta delictiva del infractor y reparar el daño causado a la sociedad eclesial, con toda la carga pedagógica que eso lleva consigo para los fieles.
·        Dejar pasar el tiempo o soslayar el delito, sin asumir la importancia del asunto, origina casi siempre consecuencias traumáticas difíciles de reparar más tarde. Crisis recientes bien conocidas, que han tenido un considerable impacto mediático, dan la magnitud de esta cuestión.






[1] Cf. Dionisio Borobio, Los ministerios en la comunidad, 266.
[2] Cf.  Mario Medina Balam, «Notas-guía para su lectura [Congregación para el Clero, Nuevas facultades especiales concedidas por el Papa Benedicto XVI (30 de enero de 2009)]», en RMDC 15/1 (2009) 168-169.
[3] Ibid.
[4] Cf. Mauro Piacenza, «Desafíos a la formación sacerdotal, hoy. Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial», en Seminarios 54/189-190 (2008) 20-24.
[5] Cf. Ibid., 26-27.
[6] Cf. Ibid., 25.


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