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martes, 20 de marzo de 2012

Formación Espiritual

Formación Espiritual, elemento central de la Formación Sacerdotal

La formación espiritual es el fundamento que sustenta el trabajo en todas las demás dimensiones y objetivos de la formación del seminarista, ya que es mediante una intensa vida espiritual que el hombre puede alcanzar plenamente su sentido humano, a la vez que le permite mantenerse en la búsqueda de la verdad e identificarla cuando la encuentra; igualmente, la espiritualidad es el eje que orienta y llena de vida el ejercicio pastoral.

La formación espiritual consiste en la educación de la vida del Espíritu, que busca desarrollar en los jóvenes aspirantes al presbiterio el deseo de cultivar su gracia bautismal hacia la perfección, así como las virtudes más valoradas entre los hombres; en este sentido, este proceso pretende que para el seminarista sea cada vez más clara y certera su vocación, lo cual lo dispone “con mayor aptitud a adquirir las virtudes y los hábitos de la vida presbiteral” (RFIS 45).

Los jóvenes que ingresan al Seminario poseen distintas experiencias y grados de madurez en la fe. Lo cual exige que los Formadores evalúen y ayuden a esclarecer estas situaciones personales, con el fin de coadyuvar al crecimiento en la fe y en la vocación sacerdotal.

Para el presbítero “la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio” (PDV 45, c). El Seminario –a través de esta dimensión– aspira a cultivar la espiritualidad del presbítero diocesano secular (Cf. RISB 79), lo cual asegura la coherencia y unidad en la formación espiritual del seminarista.

Por tanto, frente a las distintas espiritualidades que coexisten en la Iglesia, el seminarista cultivará la que le es propia, aunque siempre con la posibilidad de integrar algunos elementos que puedan permitir un enriquecimiento personal en el proceso de formación como futuro presbítero diocesano secular (Cf. PDV 68, g), quedando bajo la responsabilidad del Seminario el discernir y dar coherencia a los aportes provenientes de otro tipo de espiritualidades.
La formación espiritual ha de darse [...] de manera que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y constante con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo” (OT 8). La vida espiritual en sí misma es entendida como relación y comunión con Dios, lo cual requiere vivir íntimamente unidos a Jesucristo, unión que exige ser expresada en la vida cotidiana, a través de una renovación radical (Cf. PDV 46, b).

Es necesario que el seminarista viva con gratuidad y confianza la fe en Dios Padre, que acepte y asuma la voluntad del Padre al momento de tomar decisiones importantes; igualmente debe manifestarle su confianza al afrontar los momentos de dificultad o desaliento “con la firme esperanza de que el Padre jamás abandona a sus hijos (Mt 11, 25-30; Lc 10,21-22)” (Cf. RISB 8).

El joven, bajo una adecuada dirección, experimentará todo un proceso de búsqueda que lo lleve a un auténtico encuentro y comunión con la persona y la misión de Cristo, en quien encontrará “no sólo la luz sino la fuerza: la verdadera razón de vivir, el verdadero modelo de humanidad a seguir, el Salvador con quien vivir en comunión” (CCFE I).

La comunión con la persona y la misión de Cristo conlleva a su vez una consagración que permite al seminarista una apertura al Espíritu y su acción sobre él. Solamente a la Luz del Espíritu el futuro pastor estará en condiciones de interpretar –en los sucesos de la vida de los hombres– los signos de Dios en los tiempos.

El amor a la Iglesia, en sus dimensiones de misterio, comunión y misión debe integrar la vida espiritual del seminarista, razón por la cual “se debe formar a los alumnos de modo que, llenos de amor a la Iglesia de Cristo, estén unidos con caridad humilde y filial al Romano Pontífice, sucesor de Pedro, se adhieran al propio Obispo como fieles cooperadores y trabajen juntamente con sus hermanos” (CIC 245, § 2).

El culto a la Virgen María reviste una particular importancia en la espiritualidad del futuro presbítero (Cf. CIC 246, § 3; LG 67; RISB 85), al encontrar en ella a una Madre providente, un modelo y ejemplo a seguir, tal como lo expresa la Exhortación Apostólica Marialis cultus la santísima Virgen María [...] “ofrece una visión serena y una palabra de seguridad: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte” (MC 57, d). Por lo tanto, es imprescindible “hacer de la formación espiritual del Seminario una escuela de amor filial hacia Aquella que es la «Madre de Jesús» y que el mismo Cristo en la cruz nos dio como Madre”( CCFE II, e).

Particular atención reviste, en el proceso de formación espiritual, la interiorización del significado del celibato (Cf. PDV 50; RISB 86), “para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales” (PDV 50).

Por el celibato, los presbíteros “se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres” (PO 16, b). Esta consagración configura al sacerdote con “Cristo virgen, esposo de la Iglesia, a la que se entrega para santificarla y hacerla fecunda en la caridad” (HM 8), al tiempo que les permite presentarse “ante el pueblo cristiano como hombres libres, con la libertad de Cristo, para entregarse sin reservas a la caridad universal, a la paternidad fecunda del espíritu, al servicio incondicional de los hombres” (HM 8). De esta manera, no es suficiente comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. “El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y dedicación, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma” (SaCa 24).

De lo anterior se desprende que el celibato ha de ser vivido como un don de Dios que es incesantemente solicitado, y que se acrecienta con la gracia del Espíritu Santo (Cf. OT 10), a la vez que lleva “a la oración para que sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo” (PDV 50, c).


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