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domingo, 25 de marzo de 2012

Signos que se han de comprobar en quienes se prepara para ls órdenes c. 1029

La llamada a los ministerios sagrados presupone ante todo el llamado de Dios,  una llamada de naturaleza carismática mediante la cual Dios destina a alguien a la condición de vida clerical y le prepara los medios necesarios para conseguir ese fin[1]. Sin embargo, la Divina Providencia al tiempo «que concede los dotes necesarios a los elegidos de Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y les ayuda con su gracia», «confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que soliciten tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia» (OT 2). De ahí que la vocación divina termine siendo a la vez vocación canónica, y que  corresponda a la autoridad legítima comprobar la autenticidad de los signos de la vocación divina y llamar al elegido a las órdenes sagradas[2]. Pues, la vocación sacerdotal:
no viene a ser definitiva y operante sin la prueba y aceptación de quien en la Iglesia tiene la potestad y la responsabilidad del ministerio para la comunidad eclesial; y por consiguiente, toca a la autoridad de la Iglesia determinar, según los tiempos y loa lugares, cuáles deben ser en concreto los hombres y cuales sus requisitos  para que  puedan considerarse idóneos para el servicio religioso y pastoral de la Iglesia misma (SC 15).
Por lo tanto, «la vocación sacerdotal está necesitada de una comprobación externa por parte de los responsables de la Iglesia, que han de verificar, a través de una compleja tarea de discernimiento, aquellos criterios objetivos que son manifestación o “signos de la vocación divina”»[3]. El c. 1029 nos señala los signos que se han de comprobar canónicamente en quienes se preparan para recibir las órdenes: fe íntegra, recta intención, ciencia debida, buena fama y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir.
Sin embargo, es preciso que antes de recibir las órdenes, se realicen los escrutinios de los candidatos previstos en el canon 1051[4], que tienen por objeto certificar la idoneidad del candidato. La carta circular sobre los escrutinios establece que éstos «deben hacerse para cada uno de los momentos del iter de formación sacerdotal: admisión, ministerios, diaconado y presbiterado». Es el obispo quien llama a las órdenes, pero oyendo a los formadores y consejeros cuyas recomendaciones, si bien no son vinculantes para él, tienen un alto valor moral[5].
Por otra parte, el obispo tiene el grave deber de no conferir las órdenes a quien no sea canónicamente idóneo. Ha de alcanzar certeza moral, habiéndose probado de manera positiva la idoneidad del candidato (Cf. c. 1052 § 1). No es suficiente que no se aprecie ningún inconveniente. La norma manifiesta en este aspecto una preocupación considerable: así el canon 1052 § 3 insta al obispo que va a conferir la ordenación a no proceder a ella si tiene fundadas razones para dudar de la idoneidad del candidato[6]. En este mismo sentido afirma el Concilio: «a los no idóneos hay que orientarlos a tiempo y paternalmente hacia otras funciones y ayudarles a que, conscientes de su vocación cristiana, se comprometan con entusiasmo en el apostolado seglar» (OT 6).
Finalmente, el discernimiento de este don en los candidatos no sólo es de suma importancia, sino urgente.  Principalmente, porque entre los que se interesan por el ministerio, «hay también alguna que otra «ave rara» que viene a hacer su nido y que no pocas veces abraza incluso el sacerdocio porque una serie de obispos, movidos por una especie de pánico de que vayan a cerrase las puertas, confieren las sagradas órdenes a todo el que se presente»[7]. Por otro lado, si no se realiza con delicadeza y prudencia como, por ejemplo, sin advertir necesidades no resueltas de apego a personas o de autoestima egocéntrica, la persona fácilmente caería  en un estado de inmadurez afectiva que la condicionaría para afrontar la vida en soledad y con ello, para una realización personal afectiva saludable. Ni las normales muestras de afecto y consideración, ni la compañía de amigos resultarían suficientes para satisfacer sus necesidades «inmaduras» de dependencia, cariño y reconocimiento; a la vez presentaría una gran tendencia a la perturbación afectiva ante situaciones más o menos objetivas de soledad o rechazo[8].







[1] Daniel Cenalmor, «Comentario al c. 1029», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 947.
[2] Cf. T. Rincón-Pérez, Disciplina canónica del culo divino, en VV.AA., Manual de Derecho Canónico, Pamplona 19912, 566-567; Idem.
[3] José san José Prisco, «Comentario al c. 1029» en Código de derecho canónico, 592.
[4] «1° El rector del seminario o la casa de formación ha de certificar que el candidato posee cualidades necesarias para recibir el orden, es decir, doctrina recta, piedad sincera, buenas costumbres y aptitud para ejercer el ministerio; e igualmente, después de la investigación oportuna, hará constar su estado de salud física y psíquica. 2° para que la investigación sea realizada convenientemente, el Obispo Diocesano o el Superior mayor puede emplear otros medios que le parezca útiles, atendiendo a las circunstancias de tiempo y de lugar, como son las cartas testimoniales, las proclamas u otras informaciones»,Luis Orfila, «Comentario al c. 1051», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 1007-1008.
[5] Cf. Javier Fronza, «El celibato don, propuesta y tarea», 150.
[6] Cf. Ibid.
[7] Gisbert Greshake,Ser sacerdote hoy, 466.
[8] Cf. Ibid.


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