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sábado, 12 de mayo de 2012

Mi experiencia de ordenación diaconal

Fui ordenado diácono el sábado 08 de octubre de 2011 en la parroquia “San Buenaventura” de San Félix (Venezuela).

Quiero relatar, en la medida de lo posible, mi experiencia en la ordenación diaconal –pero creo que es la experiencia de todos–. Pude ser testigo de lo que ocurrió a los discípulos en el momento de la Última Cena, «el lavatorio de los pies», descrito por el Evangelista Juan (cf. Jn. 13, 2-17). Jesús se aproximó a mí, tomó una toalla y una jofaina y, al mejor estilo de la vocación del profeta Isaías (cf. Is 6,5-8), lavó mi corazón incrédulo, duro y cerrado, lo “estrujó” y lo “amasó” para disponerlo al don de su gracia. Sí, lavó, no sólo mis pies, sino mi ser entero, lo “purificó”. Era un dolor extraño, combinación de gozo, paz y agonía que dejaba un frescor dentro. Como si estuviese siendo objeto de una intervención quirúrgica, que nadie podía percibir, aun ni yo, “distraído” como estaba con todo lo que ocurría, simultáneamente, durante la ceremonia.

«Lavó los pies» que son la imagen de la base, del fundamento a partir del cual el Espíritu comienza a edificar el don, el regalo que somos para el Hijo de parte del Padre. Y Cristo nos acoge y nos asocia a su camino –que es, en adelante, nuestro camino–, a sus pensamientos que no son nuestros pensamientos, a sus sentimientos, a su cruz, a su muerte, a su gloria.

Inicio no término. Es decir, que no somos una obra “acabada” con la ordenación. El término será cuando Cristo nos entregue –devolviéndonos– al Padre como Él –y juntamente con Él, con su sacrificio–, glorificados –reconciliados–, como pide en la «oración sacerdotal» (cfr. Jn. 17)

Los que hemos asistido a la ordenación hemos sido testigos. Pero, si lo que ha percibido nuestra visión externa agotara lo que Cristo ha “operado” en la persona del ordenando, que pobres y desdichados seríamos los cristianos. Gracias a Dios que no es sido así. Han pasado cosas en mí que ni yo mismo he percibido suficientemente, y, sin embargo –y esto para nuestro bien–, aparentemente sigo siendo el mismo, de esta manera no tenemos nada de que gloriarnos sino de la cruz de Cristo que nos sigue siendo desbordante por lo paradoja.

Así también el ministro, como expresa el Apóstol con la imagen de la vasija de barro, en su debilidad e insuficiencia, en su fragilidad y en su miseria, es cristóforo, portador de Cristo y de su salvación, locura para los racionalistas y escándalo para los fideístas.

Doy gracias al Señor por tanto a cambio de tan poco; a la Iglesia por su generosidad desbordada; a los Padres Operarios por fiarse de mí.



Yolban Figueroa Leal.

Operario Diocesano


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