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viernes, 4 de mayo de 2012

Examina tu disposición


a) Examina tu disposición

Este primer medio pretende afrontar un elemento básico, el de la disposición previa para las relaciones fraternas. Como en otros terrenos de la vida espiritual, se juega mucho en la actitud con la cual participamos en la vida común. Nos preguntamos: ¿Estás realmente dispuesto o dispuesta para la relación fraterna? En muchas ocasiones existe una especie de parálisis en la vida común, causada por diversos factores que la condicionan. Estas situaciones suelen ir acompañadas de sentimientos de frustración y de impotencia, de la sensación de no poder aportar nada a la vida común o de que es inútil hacerlo. Vamos a intentar objetivar algunas de ellas. Se trata de que te preguntes si estás en alguna de estas situaciones y te decidas a salir de ellas. Antes de mirar otras causas de las dificultades es importante que cada uno se haga responsable de la vida fraterna.

La resistencia al cambio. Con mucha frecuencia las relaciones en la vida fraterna no llegan a establecerse porque las personas que forman la comunidad se resisten al cambio, es decir, a la aceptación de estas personas concretas con las que me toca convivir hoy o de las situaciones que hay que afrontar, o al mandato de los superiores. A veces ocurre que, justificándose en estas resistencias, retrasan su traslado a la nueva comunidad. Este es un verdadero mal para la vida fraterna en ambas comunidades, la de origen y la de destino, porque retrasa su puesta en marcha. Se constatan diversos modos de resistencia al cambio. Puede surgir, por ejemplo, la añoranza de otras personas o de otras situaciones. Las con-versaciones se centran en los recuerdos del pasado, en algo mejor que ya no existe, retroalimetando la impresión, a unos y a otros, de que es imposible rellenar el hueco que han dejado aquellas experiencias. Lógicamente lo que está debajo de esta actitud es la falta de aceptación de la realidad actual y para ello se recurre a la idealización de situaciones que ya no son reales y por ello no se pueden comprobar. Con frecuencia se bloquea la vida fraterna por nuestra resistencia ante la realidad comunitaria actual. En este caso hay que objetivar la resistencia y abrir un espacio en el cual sea posible conocer más a las personas que forman la comunidad y suscitar experiencias que tienen un valor objetivo y van creando vínculos más profundos. Se trata de facilitar la apertura ante lo nuevo, con toda la positividad que contiene.

Los prejuicios. Este suele ser un obstáculo importan-te. He escuchado demasiados comentarios y chismes sobre las personas que forman mi comunidad, de modo que no me permito conocerlas de verdad. De entrada se establece una barrera. Me relaciono con ellas desde mis prejuicios. Intento confirmar, a partir de la observación de su conducta, la imagen que me he formado en torno a los demás, una imagen, por cierto, más o menos falseada, como una caricatura. Los prejuicios nos ciegan ante la realidad concreta de las personas. Crean estereotipos desde los cuales leemos la realidad. Impiden la espontaneidad y la comunicación. Para superar los prejuicios no hay como la ayuda de otra persona, quizá ajena a la comunidad, que pueda objetivar lo que me ocurre. Cuando comparto mi percepción de los demás con alguien capacitado, puedo llegar a percibir con mayor objetividad lo que realmente ocurre y puedo llegar a abrirme a los demás.

La rutina. Es frecuente que las comunidades fraternas se sitúen en la rutina. Esto también ocurre con las familias. Hay rutina cuando simplemente repetimos costumbres e incluso pretendemos imponerlas a los demás. La pregunta típica de quienes se han situado rutinaria-mente es ésta: ¿cómo se hizo el año pasado? ¿cómo se hace siempre? La rutina puede llegar a ser aplastante, sobre todo cuando desgasta los medios que ponemos para encontrarnos. Por ejemplo, cuando los momentos de convivencia del grupo se reducen a ver televisión. O cuando se establece la costumbre de ir a un restaurante a comer los domingos. Lo que alguna vez funcionó como algo positivo, se ha convertido en una costumbre y en un peso. En este sentido siempre es un bien para la comunidad que existan personas que se atrevan a proponer modos nuevos de convivir y de relacionarse. Que la inviten a salir de la rutina.

La actitud defensiva. Cuando una persona tiene poca seguridad en sí misma, se coloca en una actitud defensiva ante los demás. Sus comportamientos, se hacen mecánicos y repetitivos, siguen el esquema rígido de sus defensas, de modo que se pueden predecir sus reacciones. Todos recurrimos a las defensas en diversas situaciones, pero es importante que cada uno se haga cargo de sus propias actitudes para que no constituyan un impedimento para la vida común. Aunque la diversidad de es-tilos defensivos es amplísima, se pueden señalar dos actitudes defensivas que son particularmente dañinas para la vida común.

a) Cuando un miembro de la comunidad se pertrecha detrás de sus defensas, bloqueando las iniciativas  comunitarias y con ello la posibilidad de avanzar. Es la persona que recurre mecánicamente a la ironía o al sarcasmo, o que se niega sistemáticamente, etc. Con su actitud infunde el desánimo en los demás, que se cansan y dejan de proponer medios para convivir.

b) Cuando la comunidad en su conjunto se coloca en una actitud defensiva, recurriendo al mecanismo del “chivo expiatorio”, es decir, culpando a uno de sus miembros de todos los problemas de la vida fraterna[1], sin afrontar las verdaderas causas de estos problemas. .

El dolor y el resentimiento. Ante las iniciativas que se proponen en la vida común no es raro que se responda con un “no tengo ganas” o un “no quiero”. Este argumento superficial, que bloquea las iniciativas, con mucha frecuencia oculta un “estoy dolido” o un “estoy resentido”, que la persona no se anima a afrontar. El problema es que mi dolor o resentimiento paraliza a la comunidad. El resentimiento se origina en las experiencias difíciles del pasado. Puede referirse a personas concretas o se puede tratar de un resentimiento más amplio, hacia la Institución y sus responsables. En vez de provocar esta situación de parálisis, sería más productivo afrontar las causas y los contenidos de este dolor, para intentar resolverlos y que no se conviertan en fuente de problemas comunitarios. Es frecuente que busque a los demás con la pretensión de que se solidaricen con mi resentimiento. Pero esta pretensión es infantil, inmadura. Mucho mejor sería buscar a una persona cualificada que me pueda ayudar en un problema que me pertenece, del que me hago responsable.

La dependencia afectiva. Las relaciones de dependencia afectiva son un mal para la comunidad, porque son un mal para las personas que las viven. Estas relaciones gratifican continuamente la necesidad de ser adulado, amado, protegido, consolado, favorecido por otro en la misma comunidad. Con tal de conseguir esto, quien vive la dependencia afectiva es capaz de renunciar a la propia autonomía y a la propia libertad. Se pueden distinguir dos situaciones más frecuentes: a) Cuando la dependencia se da entre dos miembros de la comunidad. La persona no goza de la debida autonomía. De-pende del otro en sus decisiones y en sus actitudes. Para todo tiene que consultarlo porque necesita su aprobación y su apoyo. b) A veces se dan en relación con la autoridad, porque quien asume la autoridad tiene la posibilidad de proteger y cuidar a otro que aparece como más débil. Éste tiene la necesidad, profundamente sentida, de quedar bien con la autoridad, de modo que se crea una situación de falta de libertad para actuar según las convicciones de cada uno.

Casi a título de ejemplo, se han descrito estas situaciones que provocan parálisis o apatía en las relaciones fraternas. Cada uno deberá analizar la propia situación, pero lo que parece muy importante es que se haga cargo de ella, venciendo las resistencias, casi siempre de orden psíquico, que impiden que la comunidad avance.







[1] A. Manenti describe con mucha claridad este mecanismo comunitario del chivo expiatorio en el texto citado: Vivir en comunidad, pp. 38-48.


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