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viernes, 4 de mayo de 2012

El camino del perdón


b) El camino del perdón

La consigna evangélica del perdón de las ofensas señala hacia un camino de crecimiento constante. Perdonar implica siempre una aventura irrepetible, una nove-dad permanente. El perdón es algo siempre tan nuevo como el acontecimiento y la ofensa. Tan vivo y profundo como ellos. Implica siempre un aprendizaje y exige la audacia de quien se pone en camino. Aparentemente es más cómodo permanecer en el resentimiento o en el odio, pero una actitud de apertura ante la vida nos exige dar el paso al perdón.

El perdón es un elemento central que marca la vida del hombre y en especial del creyente. No se puede creer sin perdonar. El perdón está en el corazón del Padrenuestro y de la identidad cristiana: si no perdonan de corazón a su hermano(Mt 6, 14). También marca la vida comunitaria en su íntima fraternidad: ésta depende de la misericordia y el perdón que circulan entre los miembros de la comunidad.

El perdón abre un camino de maduración personal. Llegas a ser más auténticamente tú mismo perdonando porque tocas el fondo de tu personalidad y pones a funcionar tus mejores energías. Perdonar implica el aprendizaje de excelentes funciones psíquicas y espirituales. Al perdonar te configuras con Jesucristo, el modelo perfecto de hombre, que practicó el perdón de las ofensas y murió perdonando.

Conviene aclarar un malentendido: El perdón es distinto de la reconciliación. No depende del otro, sino de la persona ofendida. No beneficia al otro, sino a quien ha sufrido la ofensa. Es una necesidad personal. Perdonar me libera de una ofensa que llevo dentro y el ofensor probablemente ya ha olvidado o incluso nunca se percató de ella. Puedo perdonar hasta a un muerto, con quien es imposible la reconciliación, o a una persona que se niega terminantemente al diálogo.

Los modos de pensar que solemos cultivar en torno al perdón de las ofensas, pueden bloquear la posibilidad del perdón, porque promueven falsas expectativas que muy difícilmente se verán satisfechas. Conviene enumerar una serie de concepciones falsas del perdón que con frecuencia utilizamos en los ambientes espirituales:

·         Perdonar es olvidar. Se suele pensar que no hay un verdadero perdón si no se ha olvidado la ofensa. Como si el perdón pudiese borrar de la memoria el recuerdo de la ofensa, tanto en el nivel racional como en el afectivo. El perdón no es amnesia, no es olvido. Al contrario, para conseguir un verdadero perdón, es necesario el lúcido recuerdo de la ofensa. Perdono sabiendo muy bien lo que estoy perdonan-do. Perdono en medio del recuerdo, e incluso en medio del dolor que ese recuerdo me produce.

·         Perdonar es renunciar a los propios derechos.Es la idea de que el perdón implica “dejarse”, es decir, permitir que el otro abuse, que se perpetúe la ofensa. Hay que decir exactamente lo contrario: el auténtico perdón implica también el respeto por la justicia. Perdono pero no permito que se mantenga esa actitud que tanto daño hace. En las relaciones inter-personales asumo el riesgo de perdonar posibilitan-do que el ofensor llegue a cambiar su actitud. Per-dono y a la vez corrijo, advierto lo que comprendo que es necesario cambiar. Incluso denuncio cuando es necesario hacerlo.

·         Perdonar es conseguir que todo sea como antes.Es la expectativa, demasiado idealista, de que el perdón borre la marca de humillación que ha dejado la ofensa. Pretender que todo sea como al principio, que la relación no se vea alterada por este acontecimiento doloroso. En el fondo se esconde una negación de la ofensa y de los efectos que ella provoca en la vida afectiva del que la ha sufrido. Hay que reconocer que las cosas no volverán a ser iguales, porque no podemos cambiar el pasado. Quizá podamos construir incluso algo mejor, abriéndonos a un futuro insospechado, pero no recuperar el pasado.

·         Perdonar es reconciliarse. Es la pretensión de que el perdón dependa del ofensor. Es difícil esperar que sea el otro quien tome la iniciativa y ofrezca una satisfacción por la ofensa, porque él no la siente, no sabe lo que ocurre exactamente en mí. Viene a la mente la escena de la maestra que, después de un pleito entre los niños, les obliga a darse la mano como señal de perdón. Por más que los obligue, no va a conseguir un auténtico perdón, porque éste no se puede imponer, ha de brotar del corazón.

Clarificada la falsedad de estas concepciones del perdón tan comunes entre nosotros, intentemos definir el proceso del perdón. Se trata de dejar claros los pasos que toda persona necesita dar cuando ha tomado la de-cisión de emprender esta aventura.

a)     Renuncio a vengarme. El primer impulso que surge espontáneo, cuando existe la ofensa, es de venganza. Hay diversos estilos de venganza, más evidentes o más discretos. Pero en todos los casos hay un impulso agresivo, defensivo, casi instintivo, que nos lleva a responder al mal sufrido con otro mal. Es un camino absurdo porque multiplica la violencia. El primer paso para perdonar consiste en renunciar a la venganza, bajar mi mano levantada, dejar de tejer fantasías en torno a una revancha. Esto supone un cierto autocontrol, vencer el propio impulso, no de-jarse llevar por él. El solo hecho de renunciar a ven-garme produce inmediatamente un fruto: la sereni-dad. Mantener el deseo de venganza significa man-tener la tensión, la desarmonía y la posibilidad de empeorar la vida comunitaria.

b)     Entro en mí mismo. Si he renunciado a actuar hacia fuera, por medio de la venganza, entonces llega el momento de actuar por dentro: entro en mí mismo para identificar más claramente mis sentimientos y pensamientos. Experimento viva y profundamente la ofensa, reconociendo lo que me ocurre. Es un pa-so difícil, porque me enfrenta con el dolor y con la humillación que produce la ofensa. Pero este paso es necesario y productivo. El fruto de este paso es un crecimiento que no se ve desde fuera, pero es de un inmenso valor. Me conozco más a mí mismo a tra-vés de este acontecimiento doloroso, descubro có-mo son mis reacciones y mis sentimientos profundos. Me reconozco en medio de todo ello y se desarrollan en mí unas posibilidades nuevas. Quien entra en sí mismo y se permite reflexionar adquiere un sentido profundo de los acontecimientos, es más libre.

c)     Reflexiono y reporto. El proceso del perdón se lleva tiempo. Necesito reflexionar sobre lo que me ocurre, volver a ello en varias ocasiones. Releer el acontecimiento desde diversos puntos de vista. Un modo privilegiado de reflexionar se consigue reportando los propios sentimientos con otra persona que me pueda ayudar. Comunicando comprendo mejor. Comunicar esta parte vulnerable de mi personalidad no es humillante, porque al final no es otra cosa que reconocer lo que realmente ocurre dentro de mí. El solo hecho de reportar mis sentimientos me ayuda a ver factores que, en la soledad, escapaban a mi percepción. Adquiero una visión más completa y objetiva de los acontecimientos. Reportar la situación no significa multiplicar el mal, porque se está tratando el problema con quien verdaderamente puede ayudar. Cuando narras el problema llegas a poner un nombre más preciso a lo que ocurre.

d)     Acepto la cólera. No he profundizado lo suficiente si no llega un momento en el cual apropio mi impulso. Por negativo que parezca este impulso colérico, tiene un valor, porque puede ser orientado hacia el bien, inteligente y creativamente. Acepto mi impulso e intento darle una orientación positiva. Este paso implica una transformación interior. Aprendo a gestionar los impulsos y, con ellos, el mal que surge en mí. Se trata de neutralizar el mal, de convertirlo en una posibilidad para el bien. Se puede comparar este momento a la fotosíntesis que hacen las plantas. Transforman en oxígeno el monóxido de carbono. El mal que surge en mí se convierte en una riqueza para otro fin. Llegas a aprovechar esta fuerza que existe en ti.

e)     Obtengo un aprendizaje. Poco a poco voy sacando una conclusión y consiguiendo un aprendizaje. Toda ofensa lleva consigo una lección para la vida que es mi responsabilidad aprender. Cuando aprendo algo de los acontecimientos dolorosos, ya cobran algún sentido esos acontecimientos. Intento colocarlos en su sitio, el que le corresponde en el misterio de la vida. Sacar esta lección puede llevar tiempo. Implica dar al acontecimiento un sentido original. Exige inteligencia y creatividad. Esta actitud es profundamente formativa. Muestra que estoy dispuesto a aprender de la vida en sus circunstancias reales. Cuando doy este paso estoy reconociendo el valor central de mi racionalidad, es decir, voy más allá de los impulsos y encuentro razones para actuar. Se trata de constatar, de un modo existencial, que toda dificultad conlleva un bien, una posibilidad de mejorar; que nada ocurre en nuestra vida que no pueda ser convertido en punto de partida y en objeto de aprendizaje.

f)      Reconsidero a mi ofensor. En esta tesitura, puedo comenzar la aproximación a mi ofensor. Comienzo por reconsiderar su figura, quitándole los colores, teñidos por la pasión y por el dolor, con los cuales, en mi imaginación y desde mi herida,  he exagerado su maldad. Descubro a una persona tan frágil y contradictoria como yo mismo. Me doy cuenta de que yo también he ofendido a otras personas, incluso sin darme cuenta. Comprendo que quizá tuvo otras razones en su actuar, que probablemente escapan a mi percepción. Esta actitud hace posible la consigna evangélica de orar por los enemigos, de hacer el bien a los que nos difaman. El primer bien objetivo que le hago es pensar bien de él, no cargar las tintas, no exagerar su maldad. Esta actitud me pone en guardia para no divulgar el mal por medio de comentarios negativos sobre esa persona.

g)     Dialogo con mi ofensor. Si es posible, busco un diálogo con mi ofensor. No para discutir el motivo de la ofensa, sino para mostrar mi disposición al perdón, dejando la puerta abierta para la reconciliación. Hemos dicho que este diálogo no siempre es posible. Incluso puede no ser conveniente. Aquí lo realmente importante es que se exprese mi actitud interior, que ya se aproxima al perdón. Por eso se puede hacer este paso sin palabras, más bien con actitudes, o sin afrontar directamente la causa de la ofensa, sino buscando algún modo positivo de aproximación a la otra persona. El proceso interior que precede a este momento garantiza que se haga con serenidad y con autenticidad.

h)     Recibo el perdón sacramental. El perdón sacramental envuelve y corona este proceso que he hecho aprendiendo a perdonar. Resulta más coherente pedir el perdón de Dios cuando al menos en mí se ha conseguido una disposición adecuada para perdonar al hermano. La gracia del perdón de las ofensas puede ser recibida en cualquier momento del proceso del perdón. Es muy recomendable que siempre, y especialmente cuando me es difícil perdonar, cuente con la ayuda de la gracia, que me afirma en el bien y en el amor a la verdad.

El perdón puede y debe llegar a convertirse en una actitud profunda en la vida cotidiana de una persona creyente. Hago del perdón una disposición habitual o un rasgo de mi personalidad. Al respecto, y comentando el Padrenuestro, dice San Maximiliano Kolbe:

Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 12). Esta oración nos fue enseñada por Jesús mismo. Por eso es suficiente el perdón completo de las culpas ajenas cometidas con res-pecto a nosotros, para lograr el derecho al perdón por las culpas que nosotros cometemos con respecto a Dios. ¡Qué pena, pues, si no tuviéramos nada que perdonar y qué fortuna cuando, en el curso de una jornada, nos su-cede tener muchas y más graves culpas que perdonar! Para ser sinceros, la naturaleza siente horror ante el sufrimiento y la humillación; pero a la luz de la fe, ¡qué necesarios son para purificar nuestra alma y, por esto, qué gratos han de sernos! ¡Cómo contribuyen a acercarnos mayormente a Dios y, por ende, a una mayor eficacia en la oración y a una más valedera acción misionera! Además, el amor recíproco no consiste en que nadie nos procure disgustos, sino en que nos esforcemos por no disgustar a los demás y nos acostumbremos a perdonar en seguida y completamente todo lo que nos causa ofensa. En esta recíproca tolerancia consiste la esencia del amor recíproco.

El perdón es, en fin, la fuente del júbilo, es decir, de la más grande alegría. Quien perdona recorre un camino de verdadero crecimiento y de gozo profundo.


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