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jueves, 3 de mayo de 2012

El seminario menor

El seminario menor

Fuente y Autor: Instituto Sacerdos
La respuesta a la vocación divina tiene que ser consciente y libre. Se requiere por tanto un suficiente grado de madurez. Eso no significa, sin embargo, que Dios tenga que quedarse callado hasta el momento en que los hombres consideramos que es oportuno que hable. Es un hecho que hay adolescentes, y aun niños, que oyen la voz de Dios. Samuel era un niño. Además «en aquel tiempo era rara la palabra de Yahvéh». Cuando el pequeño despertó en la noche a Elí, el anciano sacerdote sólo tenía claro que él no lo había llamado; y le mandó acostarse de nuevo. Pero a la tercera, «comprendió Elí que era Yahvéh quien llamaba al niño». «Sus ojos iban debilitándose y ya no podía ver», pero oía muy bien la voz del Señor, y supo invitar a aquel niño a decirle: «habla, Yahvéh, que tu siervo escucha» (cf. 1 S 1-9).

Es evidente que un niño o un adolescente no puede aún comprender todo lo que significa e implica la entrega a Dios y a los demás en el sacerdocio. La planta de la vocación no madura antes de tiempo. Pero eso no quita que el Sembrador pueda plantar la semilla en esa tierra virgen, y que pida a los obreros de la mies que la cultiven y protejan. Por eso la Iglesia ha pedido que se mantengan, más aún, que se establezcan seminarios menores y centros afines, erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación (OT 3; RFIS 11-18; CIC 234).
Efectivamente, cuando un muchacho manifiesta algún interés vocacional, no se puede sin más ignorar el hecho o tacharlo a ciegas de fenómeno infantil. Habrá que ver en cada caso. A veces convendrá quizá dejar que pase algún tiempo; otras, será oportuno seguir de cerca esas primeras inquietudes a través de la orientación personal de algún sacerdote o con la ayuda de grupos de animación cristiana...; otras lo más conveniente será acoger ese germen en un clima especialmente apto para su cultivo.

El seminario menor debe ser ante todo eso, un clima de cultivo. Un ambiente sano, adecuado a la edad y desarrollo del muchacho. Una atmósfera que favorezca el desarrollo de su personalidad humana y cristiana, y haga posible que la semilla inicial vaya echando raíces.

Una de las finalidades primordiales de esta etapa formativa habrá de ser precisamente el discernimiento de la vocación de los alumnos. Ellos irán viendo, conforme van madurando integralmente, si de verdad es ése su camino. Los formadores podrán conocer a fondo a cada uno para ver si son realmente idóneos y comprender si se puede pensar en una auténtica llamada divina al sacerdocio.

Para que ese discernimiento sea objetivo es decisivo que los chicos se sientan siempre en completa libertad de cara a su decisión. Libertad ante los formadores, ante los compañeros, ante sus familias, y ante ellos mismos. Nada debe saber a presión o condicionamiento a favor de la vocación. Pero tampoco debe haber condicionamientos en contra de ella, pues coartarían igualmente su libre albedrío. Es algo que olvidan a veces algunos familiares y conocidos, e incluso quizás sacerdotes, que presionan a los chicos, en nombre de su libertad, para que cambien de camino. Sólo si se evitan las influencias opresivas, de cualquier lado y signo, podrá el alumno responder libre y responsablemente a lo que vea ser la voluntad de Dios.

Por otra parte, el período del seminario menor puede contribuir maravillosamente a la preparación del posible futuro sacerdote. En primer lugar en su vida espiritual. Si desde niño se le enseña a ver todo con los ojos de la fe, el día de mañana será más fácil que madure su espíritu sobrenatural y llegue a ser un verdadero maestro de la fe para sus hermanos. Hay que enseñarle a dar los primeros pasos en el camino de la verdadera oración personal e íntima con Dios. A esa edad conviene dirigirles la meditación a modo de charlas vivaces y concretas, en las que se pueden ir intercalando momentos de diálogo con Dios en voz alta por parte del formador y algunos ratos de reflexión personal.

La espiritualidad del niño puede muy bien cuajar en torno a la relación sencilla con Cristo Amigo y el sentido de filiación confiada respecto a Dios Padre y a María. Esa amistad y ese amor de hijo serán los mejores motivos para que el adolescente se esfuerce sinceramente por ser cada día mejor y vivir siempre en estado de gracia.

La formación en el seminario menor puede ser decisiva para que el adolescente, en el despertar de sus tendencias afectivas y sexuales, entienda y aprecie hondamente el sentido de la castidad como encauzamiento de las pasiones. Será el inicio de una equilibrada maduración afectiva.

Está también luchando por afirmar su propio yo, y tiende sin saberlo a contraponerlo a los demás, especialmente a quienes representan la autoridad. Es un momento privilegiado para que se le ayude a captar el verdadero sentido de su realización personal y el papel de la autoridad como un servicio necesario, que le ayudará a lograr una genuina autorrealización. Momento importante también para que asimile el valor de la sinceridad como el mejor modo de ser él mismo ante sí y ante los demás.

La formación académica debe tener también en cuenta la situación peculiar de los alumnos. Por una parte es preciso que realicen los estudios oficiales del propio país y que éstos sean reconocidos por las autoridades civiles. Además de constituir la base cultural normal para toda otra preparación posterior, permiten que el muchacho se sienta siempre en plena libertad de optar por otro camino sin perjuicio de su futuro profesional. Por otra parte, habría que ir completando los programas escolares con aquellos elementos que son más propios de la carrera sacerdotal pero que de cualquier modo constituirán siempre una riqueza cultural. Hay que pensar, desde luego, en el aprendizaje de la doctrina cristiana básica; pero también será muy útil la iniciación al conocimiento del latín, el estudio de la historia y el arte, la introducción en el campo de la comunicación oral y escrita... Bien aprovechados, los años del seminario menor pueden ser una valiosa inversión al futuro.

Algo similar hay que decir de la iniciación al apostolado. El alumno del seminario menor, además de llevar quizás en su interior el germen de la llamada divina al sacerdocio, es un cristiano bautizado, y como tal llamado a la santidad y al apostolado. Ya desde esa edad pueden ir caldeando su corazón apostólico y participar en apostolados adecuados a él, como catequesis de niños, animación de grupos infantiles, etc.

En todo esto los formadores tienen que recordar siempre que esos niños o adolescentes son seres humanos libres, pero que no ha madurado todavía en ellos el sentido de la libertad en la responsabilidad. Es preciso, por tanto, educarlos no sólo en libertad, sino también y sobre todo, para la libertad. Esta educación requiere unos cauces que guíen al muchacho, todavía incapaz de conducirse él solo con plena y responsable autonomía: un horario completo y claro, una normativa sencilla pero precisa. Seguramente, sobre todo al inicio, se ajustará a todo ello como las ruedas de un tren a la vía, sin saber por qué ni para qué. No importa. Si se les ayuda a vivir ciertas realidades cuyo valor no comprenden todavía, y al mismo tiempo se les explica con paciencia su por qué, lo irán interiorizando poco a poco hasta hacerlo parte de su bagaje interior y de su libre comportamiento.

A medida que el joven va creciendo y madurando, ese cauce debe ir abriendo mayores espacios a la gestión personal. Serán otros tantos retos a su capacidad de administrar su tiempo y su vida de acuerdo con los valores y principios que ha ido interiorizando. Los formadores deberán estar atentos en este proceso para ayudarle a corregirse cuando tienda a desviarse. Será también ésta una ayuda a la correcta maduración de su libertad.

La edad en que se encuentran los alumnos pide que se les ayude a estar en continua actividad. Hay que dar mucho espacio al deporte y al juego, a la participación activa en las clases y actividades generales, a los concursos y competiciones, etc. Conviene que los formadores les acompañen en todo momento. Es el mejor modo de conocerles, ayudarles en sus necesidades prácticas, estimularles, ganarse su confianza y mostrarse de verdad siempre accesibles. Deben procurar también que reine siempre un clima de alegría, compañerismo y caridad cristiana. Los muchachos deben sentirse siempre en familia.

Por otra parte, es preciso que sigan también en contacto con su propia familia. Es un elemento importante para su maduración personal. Deben convivir con los suyos en algunas ocasiones, de modo que puedan experimentar su cariño y su influjo educativo. La determinación del número y duración de esas ocasiones habrá de basarse en un juicio prudente que considere tanto esa necesidad de convivencia familiar como la de lograr los diversos objetivos de la formación de los jóvenes. A lo largo del curso conviene fomentar en ellos el amor, el agradecimiento, la ternura hacia sus familiares. Enseñarles a comunicarse con ellos epistolarmente si viven lejos, a rezar por ellos. Finalmente, resulta muy interesante lograr que las familias de los alumnos se identifiquen con el seminario. Que visiten a sus hijos y participen en algunas fiestas del centro, que conozcan y entiendan la formación que reciben, que aprecien y apoyen su posible vocación sacerdotal...

Si las circunstancias de una diócesis aconsejan establecer o mantener un seminario menor, quizás estas reflexiones podrían dar alguna pauta útil. En el fondo se trata de adaptar lo propio de la formación sacerdotal a la edad de los alumnos y a la índole particular de ese tipo de centros vocacionales. Como se decía arriba, hay experiencias diversas, muy válidas también, para cultivar el posible germen vocacional de un niño. Lo importante es que no se dejen morir, abandonadas, las semillas que Dios vaya sembrando.


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