De una relación extrínseca a una “formación contextualizada”
Hasta no hace mucho estaba la idea de que había una relación extrínseca entre formación y actividad pastoral. El apostolado podía ayudar en la formación de los seminaristas sólo de una manera indirecta, en la medida en que le permitía hacer experiencias, probar sus propias fuerzas, entender las necesidades de las personas, encontrar un equilibrio entre el hacer y el ser.
En otras palabras, era visto sólo como un entrenamiento para aprender funciones necesarias para la futura misión. Se daba por supuesto que los seminaristas sacarían provecho automáticamente, aprendiendo de sus propios errores en los espacios dedicados al apostolado y los años de pastoral. Se les reconocía sólo una relación extrínseca, más en el plano operativo que en sus contenidos. Otras veces quedaba en un mero picnic pastoral de fin de semana, para distenderse de la presión agobiante de la casa de formación. Pocas veces llega a ser materia para “revisar” con los formadores.
Los proyectos formativos trataban de separar claramente la formación personal de los compromisos apostólicos. Cada uno tenía sus espacios y momentos, y se daba por sentado que sólo podía hacer apostolado el que ya estaba formado. En consecuencia, se negaba el valor formativo del trabajo pastoral-educativo, que a larga terminaba distrayendo y desgastando al seminarista que necesitaba de reponer los vacíos que le producía el apostolado.
Esta concepción estaba muy ligada a cierta concepción de la espiritualidad sacerdotal en la que la vida pastoral era considerada como un peligro para la vida espiritual. Desde la PDV todos hemos comprendido que el ejercicio de caridad pastoral debe ser la fuente de la espiritualidad para todo sacerdote.
“Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá custodiar y valorar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús, la cual, así como ha sido el principio y fuerza de su acción salvífica, también, gracias a la efusión del Espíritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del ministerio del presbítero.
Se trata de una formación destinada no sólo a asegurar una competencia pastoral científica y una preparación práctica, sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5) (PDV 57)”.
Hoy, el apostolado que se realiza durante la formación inicial y se lo considera como fuente de espiritualidad, ámbito privilegiado del que puede nacer una más profunda experiencia de Dios. La formación de un seminarista también ha de ser fruto del apostolado que proporciona mediaciones históricas, contingentes, en la medida en que se anuncia a Dios y se da testimonio de él.
“Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a familiarizarse con una técnica pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una verdadera y propia iniciación en la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura sus responsabilidades, en el hábito interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y los medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y según las exigencias teológicas de la pastoral misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los futuros sacerdotes podrán ser introducidos en la tradición pastoral viva de su Iglesia particular; aprenderán a abrir el horizonte de su mente y de su corazón a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán en algunas formas iniciales de colaboración entre sí y con los presbíteros a los cuales serán enviados. En estos últimos recae –en coordinación con el programa del seminario– una responsabilidad educativa pastoral de no poca importancia (PDV 58)”.
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