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lunes, 18 de junio de 2012

Cultura y erotismo

a. La “explosión sexual” (A. Berge)

Llamada también liberación sexual, es una de las señas de identidad de nuestra cultura. Es la única revolución que ha triunfado. No vamos ha describirla con detenimiento. Sólo vamos a enumerar sus etapas principales: primero aconteció la ruptura entre la sexualidad y el matrimonio. Este no podía ser el único lugar legítimo para ejercitar la sexualidad. Reducirla a esa área restringida favorecería la obsesión y la violencia sexual. Más tarde se produjo la disociación entre sexualidad y procreación. El perfeccionamiento de los métodos anticonceptivos fue determinante. Quedaba un tercer paso. La disociación entre sexualidad y amor. El intercambio sexual se separa del compromiso del amor y deja de ser expresión del amor

No vamos a negar que la liberación sexual ha barrido tabúes represivos, ha naturalizado la relación entre los sexos y ha propiciado la desaparición de un rigorismo moral insano y poco evangélico. Podemos, con todo, preguntarnos si no ha sido para muchos portadora de una nueva esclavitud, una banalización de l sexualidad y una necesidad de colmarla multiplicación de las experiencias  el vacío creado por un intercambio sexual plano, sin profundidad.

b. El erotismo ambiental

Uno de los grandes efectos de la explosión sexual es el fenómeno social del erotismo ambiental. Circula en la atmósfera una multitud ingente de estímulos eróticos que mantiene a muchos humanos en una alerta sexual casi permanente, es decir, en un nivel de excitabilidad desmedida. Las imágenes eróticas se multiplican en las calles, en la TV, en internet. La publicidad pretende erotizar los objetos deseables vinculándolos a un fuerte estímulo erótico.

Esta multiplicación de estímulos digeridos, crea con frecuencia una fijación erótica (adicción) que provoca regresiones psíquicas a estadios arcaicos de la evolución sexual y facilita compulsiones que propician la violencia en el ejercicio sexual.

El erotismo a ambiental reinante no solo estimula las pulsiones sexuales, sino que concentra en torno a ellas toda una constelación de energías psíquicas. Muchas fuerzas que pudieran desplegarse en proyectos sociales, en relaciones estéticas, en rendimiento laboral, en compromisos religiosos, son succionadas por el polo sexual. Se crean necesidades nocivas. Se descompensan comportamientos  que habían logrado un equilibrio. Se aflojan los mismos criterios y actitudes morales. En este contexto prevalece la idea de que la vida célibe o bien es imposible o bien provoca en sus adheridos la denostada trilogía: tristeza, rareza y dureza.

c. la vida célibe en este contexto

Una persona tempranamente inmersa en este ambiente erótico, experimenta mayores dificultades para la continencia sexual, presupuesto necesario de una existencia célibe. No puedo aducir estudios rigurosos, pero tengo la fundada impresión de que, por ejemplo, liberarse de la servidumbre auto erótica, resulta hoy a las generaciones presbiterales, sobre todo jóvenes, mas costoso que en épocas anteriores. El cambio drástico de las costumbres sexuales ha rebajado sensiblemente la calificación moral espontánea que tales costumbres no merecen. ¿El rigorismo anterior ha sido sustituido en bastantes casos por una conciencia laxa o perpleja?

La experiencia de trato profundo con muchos sacerdotes me ha conducido a la convicción de que en las actuales circunstancias erotizantes, un porcentaje nada insignificante de presbíteros viven el celibato con generosidad incluso elegante. En otro porcentaje mayor, el celibato es un intento honesto y un logro aceptable. Otro grupo nada desdeñable vive su condición célibe con una notable tasa de ansiedad e insatisfacción y con alternaciones en su conducta. Existe, en fin, un grupo de presbíteros que han tirado la toalla y se encuentran más o menos incómodamente instalados en la doble vida.

d. Para aprender el lenguaje célibe del amor

Mientras el clamor en torno a la vida sexual es tan intenso, la palabra no ha cobrado todavía ni el espacio ni la calidad necesaria en el mundo presbiteral. Hay menos silencio que hace 25 años, pero aún queda demasiado silencio. Sin duda, se ha avanzado a la hora de ofrecer una más adecuada visión antropológica, teológica, espiritual y pedagógica del celibato. A pesar de ello nos enfrentamos más bien solitariamente y no demasiado equipados a las sucesivas evoluciones y crisis que van produciendo en nosotros el desarrollo y los cambios de nuestra sexualidad y afectividad[1]. No me parece recomendable el intercambio verbal de nuestra intimidad en el seno de un grupo. Pero caben comunicaciones y reflexiones conjuntas que lleven al marchamo de la seriedad, la profundidad y la verdad.

La transparencia ante un testigo cercano, respetuoso, libre y capaz e una escucha cualificada, resulta saludable para todos y necesarios para muchos. Ni el pudor, ni el orgullo, ni la dificultad de encontrar este testigo que deben dispensarnos de este ejercicio. Los impulsos y los afectos de humanizan y se sosiegan sensiblemente cuando pasan al registro de la palabra. La comunicación sencilla como el agua clara, no envuelta en la cobertura del lenguaje técnico, tiene un efecto sanante y liberador. A mi parecer, estamos ante una carencia notable que está en el origen de muchos deterioros lamentables.

El amor célibe es una entrega. Nadie se entrega del todo y de por vida a dogmas impersonales ni a causas morales. Nos entregamos a personas: al Señor Jesús, Buen Pastor, con un amor de identificación y a la comunidad con un amor de servicio. Son ellos quienes merecen y demandan que condensemos nuestra capacidad de amar en el surco de la filiación y la fraternidad.

En tiempos de sobrecarga erótica ambiental, el amor célibe postula especialmente una ascesis de sobriedad ante los estímulos que pueden complicar innecesariamente la vivencia del celibato.



[1]García, J.A., En torno a la formación: cinco hipótesis de trabajo, en “Sal Terrae”, 1990.


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