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domingo, 29 de julio de 2012

Una gran aventura vocacional!!

Guillermo Loría Vidal
Seminarista de la dióceis de Yucatán



¿Por qué entramos al Seminario? ¿Qué nos mueve a permanecer en el Seminario habiendo otras muchas posibilidades donde uno puede educarse o invertir la propia juventud?


Cada uno, de modo diferente, pero dentro de un mismo misterio que nos envuelve a todos por igual, hemos experimentado una novedad en la vida: la llamada y la mirada del amor de Jesús que nos invita a estar con Él, a vivir con Él y como Él; a ser su amigo y vincularnos íntimamente a su Persona para enviarnos a comunicar la Buena Nueva del Reino de Dios.


En el Seminario el verbo central es “ser”. Ser discípulo de Jesús, ser su amigo, ser hermano, ser servidor, ser un apóstol, ser misionero, ser sacerdote de Cristo.


Nos sentimos contentos de vivir con y para Dios. Nos experimentamos dichosos de formarnos cada día mejor para servir con más calidad, prontitud y espiritualidad a las múltiples necesidades de nuestro pueblo.


Sabemos que nuestra mejor aportación es ser fieles al llamado sacerdotal que Dios nos ha regalado. La gente espera que transmitamos los valores del Evangelio con el testimonio de la propia vida. Y que siguiendo el ejemplo de Jesús no tengamos miedo de proclamar la belleza, la bondad y la felicidad que se encuentran en una vocación sacerdotal que se entrega totalmente.


Nuestra vocación nace del encuentro personal con Cristo, que hace brotar una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón. Deseamos que Él nos transforme para ser como Él y para compartir con Él su destino.


Poco a poco hemos descubierto que nuestra vida está tejida con dos tramas firmemente unidas: la de nuestros planes y proyectos y la del amoroso designio de Dios. Que importante es trabajar como si todo dependiera de nosotros y a la vez mantenernos abiertos al tiempo de Dios.


Cuando vencemos temores, dejamos comodidades y dedicamos todo nuestro tiempo a trabajar por el Reino de Dios se está formando Cristo Buen Pastor en nuestra vida.

¡Ay Señor mío, mira que no se hablar , que soy un muchacho (Jr1,6). Pero que confiando en el Señor responden: ¡aquí estoy Señor, envíame (Is,6,8).


Recordemos que en la formación de cada día forjamos una personalidad que no dependa de lo tenemos o aparentamos sino de lo que somos: hijos amados por Dios, servidores de Dios y de su Pueblo.


Definimos nuestra vida no por lo que cada uno opina, quiere y le gusta, sino por lo que Dios nos dice, lo que Dios quiere y lo mucho que Dios nos ama.


Acogemos y discernimos en la fe lo que Dios nos dice, recibimos en la confianza lo que Dios quiere y nos dejamos encontrar por un Dios que nos ama y nos llama.


La formación y la vida sacerdotal nacen unidas a una experiencia de encuentro y contacto real con un Dios vivo. Una experiencia que Dios es el Absoluto y de que todo nuestro ser y nuestra vida tienen una referencia última a Él. Es una experiencia de atracción profunda, radical e irresistible hacia Dios y las cosas de Dios. Penetra nuestra afectividad y voluntad y aún en los momentos más difíciles, en la oscuridad de la fe, se recibe una certeza indefinible, inefable, por lo que Dios es todo.


Esforcémonos cada día por responder así al llamado divino: de forma total y central. Que todos nuestros pensamientos sean para Cristo, que todos nuestros sentimientos sean para El, que nuestras palabras y acciones estén inspiradas en Él.


Dios no nos quiere seminaristas ni sacerdotes de medio tiempo, sino de tiempo completo. Cien por ciento de Jesús: con el corazón, la mente y la voluntad absolutamente entregados a la causa del Evangelio.


Nuestra alegría está en el servir y no en el dominar. Nuestro gozo está en ser solícitos y solidarios a las necesidades de los hermanos y no en usarlos y manipularlos.


Seamos servidores y así atraeremos a muchos para Cristo. Seamos servidores viviendo cada labor, cada responsabilidad no como una carga sino como un regalo de Dios. Disfrutemos y agradezcamos que seamos trabajadores en la viña del Señor. Es el secreto para convertir las tareas y obligaciones cotidianas en fuente de alegría y fecundidad.


En este mundo, nos sentimos como los discípulos que acompañando a Jesús, viviendo con Jesús, nos encontramos en medio de una multitud hambrienta y una petición directa del Maestro: “denles ustedes de comer” (Mt 14,16). Nuestra amistad con Jesús nos coloca en medio de las carencias de nuestra gente, nos hace más sensibles a las apremiantes necesidades que vemos, ante el hambre de Dios y la búsqueda de una vida más plena y feliz que recorre todos los ámbitos sociales.


La respuesta cotidiana debe de ser: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces. ¿Qué es esto para tanta gente?” (Jn 6,9). Camarada ofrezcamos todo lo que tenemos nuestra juventud, nuestra vida, las ganas de aprender, nuestros ideales de entrega a Cristo y a los demás. Los panes y peces podrían parecer pocos pero son los más importantes de nuestra existencia: los deseos de nuestros corazones para ser transformados en el corazón de Cristo Sacerdote, de vivir como Él: sirviendo y amando; compartir su misión y su destino en total obediencia a la voluntad del Padre.

Únicamente entregando en cada momento todos nuestros panes y peces, nuestra vida entera podrá ser transformada en una existencia sacerdotal, a imagen de Cristo Buen Pastor que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por todos.


En el silencio fecundo de la oración, en la escucha de la Palabra, en la Eucaristía, en el amor a María, debemos de ser discípulos fieles, cercanos e íntimos de Cristo.


En el estudio, en el apostolado, en las relaciones con las personas, en la coherencia de vida, en el amor al trabajo y el servicio a los demás, en su espíritu de comunión y respeto a todos, seamos misioneros alegres, emprendedores y sacrificados.


Durante estos años en el Seminario hemos aprendido que Cristo es el camino, la verdad y la vida. Que no podemos construir la vida digna y feliz que todos deseamos sin Cristo. Que cuando sacamos a Dios de nuestra vida terminamos en caminos llenos de sufrimientos e injusticias. Que las recetas egoístas son siempre destructivas. Y que sólo la cercanía a Dios nos acerca a nuestros hermanos.


En el Seminario descubrimos que la vocación es un llamado a la santidad. Que nuestra pertenencia a Dios nos exige limpieza interior, rectitud de intenciones y tener los mismos sentimientos del corazón de Cristo.


En el Seminario nos damos cuenta que Jesús es quien nos llama, quien nos elige, no por nuestros méritos sino por una elección misteriosa llena de amor. Él nos dice con claridad: “no me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca (Jn,15,16).


Compañero, sólo Dios puede llamarnos a una vocación donde la misión es superior a nuestras propias fuerzas y capacidades humanas. Y sólo Él con su gracia puede hacer que perseveremos en su seguimiento. Cuando sintamos que las exigencias son grandes y que nuestras debilidades son muchas, imploremos con humildad su ayuda. El tesoro lo llevamos en vasijas de barro (2 Cor 4,7), pero cuando colocamos todo nuestro corazón, mente y voluntad en la formación sacerdotal para Dios nada es imposible.


Vivamos cada día con fe, esperanza y amor produce frutos de santidad en cada uno y en la Iglesia. Con nuestra respuesta vocacional hagamos presente a Dios en el mundo.


Estamos con Él para ser enviados, lanzados a una misión que va contracorriente porque asume como central el mandamiento del Amor que Él quiso llamar suyo y nuevo:“Ámense los unos a los otros, como yo los he amado" (Jn 15,12), dando la propia vida por los demás. Por eso, la donación, la entrega a los demás no es una actividad extraordinaria o eventual, sino una actitud de todos los días que tratamos de vivir en cada instante e intensamente: en la oración, el estudio, el apostolado, en la formación humana y espiritual, en el sacrificio humilde y escondido de cada día.

Aprendamos a dar nuestros pocos peces y panes que se convertirán en un abundante manjar de fortaleza para los hermanos. Aprendamos a tomar nuestra cruz de cada día, a dejar de pensar en nuestros propios intereses para entusiasmarnos en los intereses de Dios. Aprendamos a ensanchar nuestro corazón a la medida de Cristo: un corazón que no excluye a nadie, que late para todos, para los pobres y los ricos, los sanos y los enfermos, los justos y los pecadores. Aprendemos a amar al estilo de María: un amor incondicional para Cristo, un amor palpitante al ritmo de la Iglesia.


Nuestra respuesta sólo puede ser un “sí” al estilo de María, un sí confiado, humilde y valiente. Sabemos en quién hemos confiado. En su nombre echaremos las redes y como nos lo pide el Papa Juan Pablo II: Duc in altum.

Guillermo Loría Vidal
Es seminarista de la dióceis de Yucatán,
actualmente cursa el 4 año de teología
en el Seminario mayor de la misma Diócesis.



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