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domingo, 15 de julio de 2012

Formar el corazón

José Maria Recondo
 
Podemos distinguir en toda formación dos niveles muy distintos (que a veces, ingenuamente, se confunden): una cosa es entender algo como bueno (o necesario) y, otra cosa, empezar a vivirlo. Es un problema cuando alguien cree que ya sabe vivir algo porque ha logrado entenderlo (y como nuestra formación ha sido siempre prevalentemente intelectual, se ha dado pie así muchas veces a este engaño). Sale así el muchacho del Seminario convencido de haber integrado muchas cosas, que el ejercicio del ministerio le acaba desmintiendo... De aquí que muchas actitudes cuestionadas por los seminaristas en los sacerdotes son después vividas por ellos mismos cuando se ordenan... Hay muchos valores que, en este sentido, se incorporan al "discurso" del seminarista pero no a su vida (reflejando en ello también su inconsistencia psicológica y espiritual). Y es que se llega mucho más rápido a conocer la verdad que a realizar el bien...

Si se me permite una referencia futbolística, sería conveniente, por lo dicho, que de cuando en cuando nos planteáramos si estamos formando "plateístas" o "jugadores": En la platea de un estadio de fútbol suele estar la gente más exigente, los jueces más severos, los que desde sus asientos saben todo lo que se debe hacer en una cancha, y que, sin embargo, cuando ocasionalmente tienen una pelota entre sus pies están lejos de lograr lo que exigen a los demás. Esta disociación es la que a menudo vemos en los seminaristas cuando formamos las cabezas pero no los corazones, cuando preparamos más para pensar la vida que para vivirla.

Hay que evitar, por ello, de nuestra parte, creer que si uno es claro en el mensaje que ofrece (esto es, en la comunicación de las verdades y de los valores que hacen a la formación), automáticamente el otro lo incorpora y lo integra, dando forma con ello a su vida. Vale decir, que basta haber entendido para madurar, para ir adecuándose a lo que está llamado a vivir. Como si el obrar desviado viniera necesariamente de la ignorancia -como muchas veces creen los ideologismos, cualquiera sea su signo...-.
La formación, si no alcanza y compromete lo afectivo, no llega al núcleo de la vida de una persona, en donde se acuñan las convicciones, esto es, al corazón. En las convicciones se unen la verdad y el amor: ellas están hechas de ideas que iluminan afectos, tanto como de afectos que dan raíces vitales y generan un compromiso de toda la persona en pro de determinadas verdades y valores. Las convicciones no se improvisan ni se pueden enseñar en el pizarrón; se van acuñando a medida que se vive. Al acompañar la vida de los seminaristas, habrá que saber mirar cuáles son sus convicciones. Esas que consideramos irrenunciables, que, Dios mediante -como cicatrices en el alma-, nada las podrá borrar. ¿Qué va haciendo el Seminario, en este sentido, en cada uno de los muchachos, para que adquieran convicciones y no meras nociones? Con el andar del tiempo los seminaristas saben muchas más cosas, pero ¿cuántas de esas verdades son amadas y vividas hasta dejar huella en el alma?

Si los afectos no van siendo involucrados en el camino de la formación, permanecen sin forma (lo que significa que no es formado el corazón...). Uno termina adhiriendo con todo su entendimiento a ciertas verdades, pero sin que la vida se vea afectada y definida por ellas. En nuestro caso, en concreto, se trata de que el evangelio y el llamado al sacerdocio vayan dando forma progresivamente a nuestra vida. A eso llamo adquirir forma... Porque uno puede tener claros los valores, pero vivir a partir de sus necesidades... Y esto pasa, lamentablemente, con demasiada frecuencia en la vida de la Iglesia...

Formar el corazón supone, por ello, afrontar el reto de conducir desde la convención a la convicción... No hay verdadera formación si uno no lo logra. Habrá una apariencia, pero se carecerá de raíces. Sin convicción, no hay integridad. Ni plena entrega. No habrá tampoco disponibilidad para un compromiso definitivo que viene de la decisión de no guardarse nada, de poner todo en juego, de apostar todo lo que uno tiene sin retener nada para sí. Hay que estar convencido para dar la vida por algo. Y la caridad pastoral -no olvidemos- supone "la opción fundamental y determinante de "dar la vida por la grey"" (PDV, 23)5.

Por todo lo dicho, la formación requiere que uno no sólo emita un mensaje claro, sino que atienda y acompañe el crecimiento del formando. A cada uno. Y desde cada uno discierna y acompañe el proceso de maduración que cada cual necesite. Desde lo que cada uno es, y discerniendo lo que está llamado a llegar a ser.

No basta, por ello, con echar buena semilla. Hay que poder arar la tierra, saber dónde, cuándo y cómo poner la semilla, y acompañar su cultivo, sin omitir, cuando corresponda, la poda. Esto significa que a los muchachos hay que aprender a "trabajarlos" -si se me permite la expresión-, a través de una pedagogía de internalización y personalización de los valores propuestos, y desde la realidad única e irrepetible de cada uno. Supondrá saber contenerlos y saber soltarlos. Acompañarlos sin generar dependencia y darles libertad sin crear sentimientos de orfandad. No siempre acertamos -por exceso o por defecto-, como le ocurre a menudo a los padres de familia, en este delicado equilibrio. Por eso precisaremos tener la lucidez y la humildad necesarias para poder reconocer cuando uno no ha acertado en el camino elegido y es preciso replantearse el rumbo. ¿Hace falta decir que, en esto, todos seguimos siendo aprendices hasta nuestro último día?

En una entrevista concedida por el psiquiatra chileno Hernán Montenegro en la que se refería al papel de la familia en la educación del corazón, afirmaba que "el término "educación" se confunde mucho con lo que es la educación formal, sistemática, el sistema de aprendizaje que se entrega en los colegios. La familia suele sobrevalorizar este sistema [...] por sobre el de la educación emotiva, o de los afectos. La educación, como un todo, es un conjunto de experiencias que se comparten con los hijos tanto en el plano afectivo, como el intelectual y el social"6. Me pregunto si no podemos hacer un planteamiento análogo en relación a la formación de los futuros sacerdotes: Si no hemos a menudo delegado en la formación intelectual (y hasta identificado con ella) la formación sacerdotal ("estudiar para cura", se decía antiguamente). Me lo pregunto también en relación a la formación profesional en general, de la que salen hombres y mujeres que saben muchas cosas, pero con frecuencia tremendamente inmaduros en lo personal, lo cual no deja de afectar el modo en que ejercerán el servicio de su profesión. Creo que el posmodernismo de nuestros jóvenes ha llegado también para interpelar una visión de la educación demasiado influida todavía por la Ilustración.

Supongo que no es superfluo recordar aquí que hay distintos modos de asimilar valores y de cambiar actitudes -según sea la naturaleza de la motivación-, que pueden convivir o sucederse en el proceso de maduración de una misma persona:


a) por sumisión o complacencia: se actúa en función de premio o castigo. Se asume un comportamiento determinado no porque se crea en la bondad de los valores implicados sino por las ventajas que ese comportamiento proporciona. No se obra desde la convicción producida por ciertos valores sino a partir de los propios intereses y necesidades. La asimilación, por ello, es temporal. Dejado el Seminario, desaparece la necesidad de conservar los valores así asimilados (es fácil imaginar ejemplos relativos a la obediencia, al celibato, a la pobreza, al ejercicio de la autoridad, al tipo de trato con los laicos, etc). Este proceder es muy común en las personas débiles o inconsistentes, en las carenciadas afectivamente, pues casi siempre se mueven -aun sin proponérselo ni ser del todo conscientes de ello- por necesidades utilitarias o defensivas del yo. La persona es auténticamente atraída por valores que proclama, pero se mueve en realidad por necesidades, aunque no llegue a confesarlo verbal o conscientemente. Hay, de hecho, una cierta disociación entre lo que pregona y lo que vive, o entre lo que efectivamente vive y lo que cree vivir. La pedagogía cultural-popular suele acentuar como mecanismo prioritario del cambio o aprendizaje el de la "complacencia forzada", basada en el temor. Con ello la educación tiende a producir en el sujeto comportamientos diferenciados, según esté o no presente el "agente" del cambio: esto promueve la tendencia a ocultar y a actuar solapadamente, y se expresarán mucho menos los verdaderos conflictos, especialmente los que se tengan con la misma autoridad. Los ambientes formativos autoritarios y poco participativos favorecen esto, así como la tendencia a la irresponsabilidad si no hay alguien encima que les exija y les recuerde a los formandos sus compromisos.


b) por identificación: Se busca identificarse con un modelo ideal, que puede llegar a ser el mismo formador (llámese, en nuestro caso, párroco, director espiritual, superior, etc) o una figura que ha sido tomada como ideal (Jesús, un santo). Es normal al comienzo, se trata de un paso necesario, y responde a la necesidad que experimenta el joven de autodefinición personal. De hecho, no se puede interiorizar valores sin modelos de referencia (en este sentido, el valor no es como el concepto y la idea: necesita ser ejemplarizado para ser asimilado). Pero la identificación debiera ser sólo una etapa y una ayuda en el proceso de maduración personal, pues los valores no llegan a ser propiamente de uno, y no perduran. Además, la identificación puede estar motivada por una necesidad defensiva del yo para mantener la estima de sí, de otro modo insostenible. Se busca de este modo evitar angustias y responsabilidades. Esto es característico de personas inseguras e indecisas.


  c) por internalización: cuando la persona madura actitudes por la bondad y la riqueza intrínseca del valor que las fundamenta. El comportamiento responde a valores que la persona aprecia por encima de intereses y necesidades personales. El valor se ha internalizado y convertido así en convicción. Ya no se depende de los incentivos externos para sostener un determinado comportamiento. (Ej.: el seminarista reza, limpia, sirve, aunque nadie lo vea...). El motivo del cambio, en este caso, es interno al sujeto.


d) por personalización: cuando la persona se hace sujeto de su propia historia, aprendiendo a tomar su vida en sus manos, y viviendo desde la propia responsabilidad la voluntad de Dios. Tiene así lugar una verdadera maduración vocacional, que no acontece simplemente cuando se interiorizan determinados valores sino cuando se han experimentado las contradicciones de la condición humana y la fuerza salvadora de la Gracia en las situaciones personales de crisis. En la confrontación entre el deseo ideal y la realidad concreta y existencial, la persona tiene que elegir desde el yo real y optar por los auténticos valores que dan consistencia y sentido a su vida (La internalización no es más que una condición psicológica para ello). Y esto supondrá una permanente disposición a discernir7.

En otro pasaje de la citada entrevista al Dr. Montenegro, se habla sobre el lugar que ocupa la disciplina en toda educación. Recordándonos que la educación es fruto de las experiencias compartidas en el plano intelectual, social y afectivo, incluye la disciplina en la dimensión social de la formación, considerándola como una parte irrenunciable de la educación. Y afirma que "lo importante es que la disciplina no se dé en el aire, fría. Debe estar acompañada del telón de fondo afectivo. Éste es el que hace la diferencia. Ser estricto pero cálido es muy distinto a ser estricto y, además, dar a sentir un rechazo afectivo. Si hacemos un cuadro en el que combinamos la calidez y el rechazo con un sistema estricto y otro más tolerante [promotor de un ejercicio responsable de la libertad], nos da cuatro posibles situaciones: Donde se da el rechazo junto con un esquema estricto de disciplina se crean las condiciones perfectas para producir personalidades neuróticas. Si combinamos el rechazo con un sistema tolerante, tenemos el ambiente propicio para crear un delincuente. Si combinamos la calidez afectiva con un ambiente estricto, tendremos niños sumisos, corteses, pero tímidos, sin creatividad ni iniciativa. En cambio, si combinamos la calidez con un esquema de tolerancia en la disciplina, tendremos a niños muy creativos, activos y seguros de sí mismos"8. Creo que aplicando la necesaria analogía podemos imaginarnos en mayor o menor medida, como formadores, potencialmente, en cualquiera de estas situaciones.


Supongo que no es necesario aclarar que todo esto no lo expongo desde la posición de alguien que sabe hacerlo bien, sino desde la posición de quien busca hacerlo, trata de aprender a hacerlo así. No olvidemos que también nosotros debemos trabajar sobre nuestras propias inmadureces humanas y espirituales, las cuales no dejan de afectar el modo como formamos. Por eso es un error abordar la formación dando a entender al formando que sólo él tiene que crecer y que nosotros ya estamos "hechos", sin reconocer nuestros yerros ni pedir nunca perdón por temor a perder autoridad o desacreditarnos; cuando, en realidad, el situarnos más humildemente no nos desacredita sino que nos acredita, y transmite además al formando que el sacerdocio no nos hace autosuficientes y definitivamente maduros sino que estaremos siempre necesitados de formación permanente.



5.- Recordemos que la caridad pastoral tiene por contenido esencial "la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen." (PDV, 23). Y que "esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. [...] Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de "dar la vida por la grey" puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote" (ibid.).
6.- B. BRAIN, Cómo educar el afecto, en La mujer, el varón y los hijos, Santiago de Chile, 1994, 235.
7.- Cf. E. FERRERAS, Acompañamiento personal en la vida consagrada (I. El acompañamiento personal), Santiago de Chile 1997, 50-60; J. CERDA , La juventud actual y la formación afectiva, "Testimonio" n. 114 (1989) 72-75.
8.- B. BRAIN, a.c., 237


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