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viernes, 13 de julio de 2012

Crisis afectiva: ¿Gracia o debilidad?

Padre Amadeo Cencini
BOLETIN OSAR Año 11 - N° 23


La vida, también la del que se consagra al Señor por la virginidad, está hecha de crisis.

Crisis, desde un punto de vista etimológico, significa estado decisional, situación de vida abierta a diversas posibilidades. El término no tiene, pues, un significado necesariamente negativo; remite más bien a una posibilidad de crecimiento del sujeto, aunque también a lo contrario; puede ser gracia o debilidad. Tratemos ahora de comprenderlo mejor.

Crisis, en general, significa conciencia de una no correspondencia entre el yo ideal y el yo actual, o entre aquello que se es y la propia vocación (con las provocaciones de la realidad); desafío que exige una opción o una conversión, para un nuevo equilibrio de las relaciones entre el ideal y la conducta de vida, y una nueva definición del yo.

Al menos cuatro son los elementos fundamentales de la idea de crisis:

·         la conciencia subjetiva

·         de un objetivo contraste entre el yo ideal y el yo actual, que provoca

·         la exigencia de tomar una decisión

·         en orden a una más concreta y madura definición del yo.

Así entendida, la crisis es un componente normal y positivo del proceso de formación permanente (o incluso de la idea de identidad), como dos elementos estrechamente vinculados. Por una parte, es precisamente la conciencia de la distancia entre el ideal y la realidad lo que hace de la vida un constante camino formativo; por otra parte, sólo quien toma en serio tal camino podrá advertir el desafío mismo y hacer las opciones consiguientes. En una palabra, la crisis no es un hecho automático y descontado, ligado a la gravedad objetiva de la situación, o rápidamente percibido como "crítico" por el sujeto; es fundamental su conciencia y coherencia.

No existen sólo las crisis afectivas o aquellas que inducen a un decisivo replanteamiento vocacional. Aunque, lo repetimos, la crisis afectiva representa un acontecimiento normal en la vida del célibe por el reino, y se refiere de manera particular a aquella dimensión del yo que es el yo relacional.



1.- Tipología de las crisis (o de las personas en crisis)

He aquí algunos modos de vivir o sufrir las crisis.



1.1.- Nunca en crisis

Hay personas que no entran nunca en crisis, imperturbables y siempre satisfechas de sí mismas; como aquellos (falsos) célibes que viven con olímpica tranquilidad situaciones personal-relacionales escabrosas; o que no reconocen jamás algún sentido de culpa, ni se sienten provocados a cambiar algo de su modo de vivir, puesto que para ellos todo va siempre bien, son los otros los que piensan mal.

Estos tales harían bien en permitirse algún sentido de culpa y entrar un poco en crisis de vez en cuando.

Ciertamente no sería suficiente una mejor información sobre temas ético.-morales; el problema de estas personas es cómo despertar una sensibilidad que se está atrofiando, volviéndose fría y apática. Quizás podría ser útil para ellos, aprender a hacer el examen de conciencia y de la conciencia.



1.2.- Crisis... congelada

Existe también el consagrado/a que no conoce ninguna crisis afectiva porque ha dejado de lado la afectividad y la sexualidad ("las había puesto en el congelador", dijo uno de estos, una vez abiertos sus ojos), porque en realidad les teme y no sabe cómo manejarlas; y termina por vivir una vida chata y relaciones en las que no involucra su interior, haciéndose frío y sin corazón.

También para estos la crisis sería beneficiosa, en el momento justo (no mucho más allá), incluso un buen metejón (obviamente bien manejado, con la ayuda de un hermano mayor).

En estos casos habría que atender principalmente al mundo de las relaciones, empezando por las relaciones con los propios sentimientos, para poder después manejar la relación con los demás, sin temores ni defensas. Y quizás esto sea más difícil y complicado para los hombres (siempre un poco presuntuosos al respecto, quien sabe por qué) que para las mujeres.



1.3.- Siempre en crisis

Al contrario, está aquel en crisis estable, de la que no sale nunca, o porque se la inventa él mismo, o porque está cómodo en ella.

El primer caso es el de las personas algo perfeccionistas y un poco escrupulosas, en cualquier caso demasiado replegado sobre sí y, de este modo, meticulosamente atento a las minucias de su comportamiento para descubrir siempre alguna imperfección en lo que hace. Es el clásico sujeto nunca contento consigo mismo.

En el segundo caso nos encontramos con el individuo que percibe el contraste dentro de sí, pero le parece demasiado alto el precio que hay que pagar para superarlo, o se considera incapaz de cambiar y dejar ciertas costumbres; así, de hecho, no toma nunca la decisión de convertirse, la crisis se hace crónica, como un cómodo acuerdo, y llega al punto de no perturbar casi nunca su paz.

Personas así deben ser provocados a vivir la crisis de manera realista y coherente, para salir de ella y no soportarla. Probablemente deban ser reforzados en la propia estima, para que no se exijan demasiado confundiendo la santidad con la perfección (en el primer caso) o -al contrario- para creer en sí mismos y tener el coraje de aspirar a lo máximo (en el segundo caso).



1.4.- Crisis "final"

Hay también consagrados poco atentos, como las vírgenes necias, que se dan cuenta y admiten que están en crisis sólo... al final, cuando explota de repente y ya no tienen la fuerza de manejarla.

A estos habría que enseñarles a prevenir las crisis o a reconocerlas cuando se encuentran en su estadio inicial, con más sinceridad y responsabilidad.

Habría que proponer toda una educación para el autoconocimiento y el sentido de la realidad; en estos casos, podría servirles a estas personas para darse cuenta de sus propios límites y de los límites implícitos en toda elección, no sólo de las propias necesidades y del "derecho" a satisfacerlas; les permitiría también comprender que la persona inteligente, y que se conoce bien, no se permite todas las libertades del mundo, sino que elige responsablemente renunciar a todo lo que lo aleja de su verdad.



1.5.- Crisis fatal

Está también el nutrido grupo de los "analfabetos": aquellos que no saben leer la crisis o la leen en un único sentido, como si tuviese obligadamente que tener una única salida, casi "fatal", como... la mujer de la cual un consagrado se enamora, y piensa por esto que se equivocó en todo y que debe cambiarlo todo. O, en cambio, es tan placentera e inédita la experiencia que está viviendo ("he descubierto el amo", me dijo radiante un jovencísimo y enamoradísimo sacerdote) que no quiere saber más nada de votos y otras cosas, y no hay modo de hacerlo razonar.

Quizás sea la historia de muchas crisis precoces de jóvenes (ex) consagrados (precoces, también, en la "solución" de la crisis).

Probablemente en estos casos ha faltado una educación sexual en su camino formativo, y en el momento justo. Se hace indispensable acompañar estas personas por el itinerario largo y paciente que lleva a conocer la propia sexualidad y sus leyes objetivas, especialmente desde el punto de vista de las relaciones interpersonales y, posiblemente, hacerles comprender, que el hecho de enamorarse no significa necesariamente que la propia senda sea el matrimonio, o que la idea de renuncia y disciplina no es una prerrogativa (o castigo) del virgen, sino que forma parte de una correcta y atenta educación sexual. Quien en la vida quiere realizarse y vivir en plenitud, debe también necesariamente mortificarse.



1.6.- Crisis inútil

También forma parte del grupo de los analfabetos quien no aprende jamás nada de las crisis que vive, volviéndolas inútiles. Más aún, decididamente dañinas, puesto que arraigan cada vez más en la persona un cierto conflicto irresuelto y del que frecuentemente no se conoce su raíz de fondo.

Es el caso, por ej., de quien pasa de una dependencia afectiva a otra, y en cada lugar por el que pasa... deja la señal (o la víctima), o bien se enamora perdidamente de alguna, o vive relaciones ambiguas, o parece siempre en búsqueda de una relación privilegiada, que lo haga sentir menos solo, y de la cual termina dependiendo, con todo el séquito de inquietudes, temores de perder el objeto amado, celos varios, creciente necesidad de intimidad, propio y verdadero sufrimiento (de una y otra parte), además de las habituales murmuraciones que inevitablemente se levantan, con la contribución de aquellos chismosos especializados en contar (..."a colores", por lo general) las últimas noticias sobre el "sacerdote enamorado"... A veces, con la intención de interrumpir la relación y cortar por lo sano, estos sujetos son trasladados, creyendo que... "lejos de los ojos, lejos del corazón". Pero ¿qué sucede más de una vez? Cesa una determinada relación, aunque no todo porque es de hecho imposible, pero surge otra. O bien se trata de personas que repiten siempre el mismo esquema: las mismas expectativas, las mismas necesidades, las mismas demandas, las mismas aproximaciones, los mismos discursos espirituales (al comienzo), las mismas autojustificaciones..., el mismo sujeto inconsistente que cae como un autómata en la trampa de sus necesidades infantiles, con... heroica constancia y dulce inconsciencia.

Y sin embargo, hay ingenuos que siguen sosteniendo: "la experiencia enseña". En absoluto; la experiencia enseña si la persona se deja enseñar, así como la vida habla si hay un corazón dispuesto a escuchar, y ojalá un hermano mayor que se pone al lado para ayudar a comprender, a reconocer el equívoco de fondo y a decidir romper con la esclavitud.

Así, de esta manera tendrían que ser ayudadas estas personas. Para que la vida no se transforme en una seguidilla de crisis inútiles o de sufrimientos sin sentido.

Como se ve, el panorama es variado.



2.- Vivir la crisis

No se puede reducir la crisis a un hecho sólo moral-comportamental o a una tentación diabólica. Se trata, en primer lugar, del modo más o menos realista de entender la vida y la propia consagración. La resuelve bien no sólo quien se mantiene firme y resiste en la prueba, sino quien mediante la misma crece en la comprensión de su identidad y elige serle creativamente fiel.

La alternativa, entonces, es entre un modo de vivir la crisis realista y uno menos realista, o entre quien vive la propia crisis y quien no la vive, entre quien acepta la lucha en la vida espiritual y quien la toma a la ligera, o entre quien se queda en la lucha psicológica contra sí mismo, y quien combate la espiritual y religiosa, con Dios y su amor.

Tratemos ahora de comprender mejor la diferencia entre los dos modos de vivir la crisis.



2.1.- Modo realista

La crisis se vuelve momento de gracia cuando es afrontada con estas actitudes.

a.    Sinceridad

El virgen es sincero en la crisis cuando se da cuenta de lo que el propio corazón está viviendo, le da un nombre, reconoce su entidad (o cuánto está sufriendo), y tiene el coraje de decirse, por ej., que siente algo muy preciso por cierta persona, la cual está demasiado presente en sus pensamientos y deseos, o se siente puesto por ella en el centro de sus atenciones; el virgen sincero es tan lúcido como para admitir que la cosa le gusta y le atrae, lo hace sentir vivo e importante para alguien, lo hace sufrir cuando el otro/a no está... Quizás no sea un pecado grave sentir esto, pero es propio de una persona inteligente reconocerlo sin más vueltas. Es, también, más simple y económico, además de más fructuoso, ser sincero y no buscar de mil maneras ocultarse a sí mismo. Mucho mejor, por supuesto, si se lo puede confrontar con un hermano mayor en el Espíritu.

Como hizo T. Merton quien, en la cúspide de su fama como escritor de vida espiritual, y no siendo ya joven, se enamoró profundamente de la enfermera que lo atendía. Con sufrida sinceridad escribió en su diario que él, el "monje" solitario y contemplativo del Absoluto, se sentía "atormentado por la gradual conciencia de que estábamos enamorados y de que yo no sabía cómo habría podido vivir sin ella"1.

Ser sinceros delante de sí mismos y ante Dios es el primer paso para leer la vida, aún en sus momentos de crisis, en el misterio y más allá de las apariencias engañosas. Dejando que la mirada sanante de Dios se pose sobre ella.

b.    Sensibilidad moral

Es realista quien no sólo tiene bien orientado su "radar", sino quien ha conservado una sensibilidad atenta a los valores que ha elegido, hasta el punto de sentir el dolor de haberlos eventualmente descuidado, puesto que en ellos se esconde la realidad de su yo.

Hay un sentido de culpa que es absolutamente sano y constructivo, sabio y realista; así como hay una sensibilidad moral que puede ser inhibida o desviada por costumbres que lentamente se nos han pegado y que no son coherentes con los propios valores (con la propia opción fundamental) y, por lo tanto, están al margen de la realidad y verdad del propio yo. Nadie puede justificarse al respecto diciendo que para él "está bien así" y que su conciencia le "dice que no hay nada de malo" en lo que está haciendo, puesto que cada uno tiene la sensibilidad moral que se merece y que él mismo poco a poco se ha formado (o de-formado)2.

c.    Actitud constructiva

La persona madura no es quien no tiene crisis, sino quien tiene el coraje de atravesarlas y las aprovecha para crecer y no para deprimirse; para construir y no para destruir lo que hasta ahora ha realizado; para ir adelante con mayor convicción, encontrando mejores motivaciones para sus opciones, no por afán de reinterpretarlo todo en clave del pasado (como quien abandona porque ha descubierto que en la base de su vocación estuvo el influjo materno); para descubrir y definir cada vez mejor a sí mismo, no para seguir el instinto del momento.

Tiene el aceite de la sabiduría en la lámpara el virgen que se sirve de la crisis para conocerse cada vez más objetivamente en su realidad, en los ángulos más recónditos de su mundo interior y en los aspectos menos positivos, hasta inéditos, de su personalidad. Cuando el corazón sufre sale a la luz lo que normalmente está escondido; si se tiene el coraje de confrontarse con el dolor ola inquietud que se siente, y de reconocer cuánto está incidiendo sobre el propio equilibrio y sobre la propia serenidad, se descubre también quién o qué cosa está realmente en el centro de nuestra vida, y se abandonan sueños e ilusiones.

Se dice habitualmente que un metejón (emblema de la crisis afectiva) es como un terremoto que cambia la geografía intrapsíquica del enamorado; de hecho, para muchas personas (también consagradas) es la experiencia más reveladora y desestructurante del propio yo.

d.    De la sinceridad a la verdad

Pero no basta la sinceridad. Ser sinceros significa simplemente reconocer aquello que se siente, darle un nombre al sentimiento, tal vez pesarlo y sopesarlo; ya es algo, pero no es todo, ni es un gran heroísmo ni, mucho menos, el punto final del camino, casi como una excusa para justificar la propia actitud (o debilidad) y continuar como si nada fuese.

En las crisis hay que ir más allá de la sensación subjetiva; es necesario sobre todo reconocer el motivo profundo, el porqué de aquellos sentimientos, escrutando más allá de lo que se siente: hay que pasar de la sinceridad a la verdad. A través de un inteligente examen de conciencia y preguntas concretas, como por ej.:

"¿De dónde procede esta tensión y atracción?

Este enamoramiento ¿qué quiere decir en mi camino de maduración?

El sufrimiento que estoy sintiendo por esta ausencia ¿es proporcionado?

¿Qué busco en aquella persona... y qué me da?

¿De qué me defiende o qué me evita?

¿Qué me sustrae y aleja?

¿Cómo es que mi conciencia me hace sentir aquel comportamiento como lícito y pacífico? Quizás un tiempo antes no lo hubiera sentido y valorado del mismo modo...

¿Cómo es que he llegado a este punto, a involucrarme así?

¿Qué es lo que en realidad estoy deseando, más allá del objeto inmediato (el amor soñado y frecuentemente idealizado, más allá de la búsqueda adolescente de la gratificación de los sentidos)?", etc.

Así se encuentra la verdad; se llega a descubrir la propia verdad personal sólo a través del esfuerzo humilde y valiente, constante y cotidiano de la búsqueda personal, delante de la cruz, como ya lo hemos señalado3. Este es el verdadero examen de conciencia, en el que la conciencia desempeña no sólo el rol de sujeto que indaga, sino también de objeto indagado (o, dicho de otro modo, se hace no sólo examen de conciencia, sino también examen de la conciencia, de cómo esté actuando).

El máximo realismo de la vida es pasar de la sinceridad a la verdad, como una peregrinación a las fuentes del yo, para nada supuesto, y que podría revelar aspectos sorprendentes y dar un giro a la crisis. Merton, por ej., tuvo este coraje de la verdad cuando con gran transparencia introspectiva llegó a descubrir que lo que buscaba no era quizás la mujer que decía amar, ni tampoco una cierta gratificación impulsiva, sino una solución al vacío en el centro de su corazón. Ella era "la persona cuyo nombre trataba de usar como algo mágico para acabar con el peso de la tremenda soledad de mi corazón"4.

A menudo sucede así en el enamoramiento del virgen, que busca a través de la otra persona sobre todo no estar solo consigo mismo, o teme y hace de todo para no encontrarse a solas con Dios solo. Si tuviese la lucidez y el coraje de admitirlo, entonces comprendería que, en primer lugar, no tiene el derecho de "usar" a nadie para resolver sus problemas. Y quizás comenzaría a interrogarse sobre el sentido profundo tanto de sus temores como de la misma soledad, tal vez para disponerse progresivamente a vivirla de manera distinta, no como un espantapájaros del cual hay que alejarse lo más que se pueda, sino -al contrario- como el lugar vital, aquel donde se hunden las propias raíces y de donde emerge la más profunda verdad de nosotros mismos: no estamos jamás solos.

Paradojalmente, quien acepta vivir la soledad (o la ausencia) y no trata de llenarla, descubre que... no existe la soledad, ya que en el punto más profundo de nuestro ser está Dios, el enamorado del hombre, el Dios-Trinidad que nos da la abundancia de la vida en la certeza de una compañía fiel, aquel en el cual toda soledad se vuelve plena de presencias, de rostros, de relación y comunión.

e.    De lo psíquico a lo espiritual

Finalmente, la crisis es bien vivida cuando no es sólo un incidente psicológico, aun con consecuencias en la vida espiritual, sino cuando es escrutada-interpretada delante de Dios, a la luz de estas preguntas:

"¿Qué me está diciendo Dios, de mi y de Él mismo, mediante esta prueba?

¿Qué me está dando y pidiendo?

¿Dónde está el Señor en todo esto,

y a dónde me quiere conducir?", etc.

En la respuesta a estas preguntas está la realidad y el verdadero sentido de la crisis. Protagonista es Él, el Eterno, que puede servirse aún de un momento de debilidad o de desviación para revelarse de manera inédita y para sacudir y atraernos nuevamente a sí. O nos puede hacer comprender, también mediante un enamoramiento, de lo que es capaz el corazón humano.

En el fondo, el Creador ha buscado siempre a la criatura a través de la prueba, y así continuará haciéndolo con quien se deja probar y llega, aunque sea lenta y fatigosamente, a captar en la prueba del corazón una de las más eficaces mediaciones de Dios. Así considerada, la prueba no es más un hecho solamente psicológico, sino religioso; uno no lucha más con tentaciones o atracciones, o contra una parte de sí, sino con Dios y su amor, con sus pretensiones y sus excesos (de amor), hasta rendirse a ambos5.

Es el momento de la decisión, que, cuando está en el medio el corazón, es siempre sufrida y lacerante6. Pero es también el momento de un gran crecimiento en el conocimiento de sí mismo y del propio corazón, de su debilidad y de sus potencialidades, de su hambre de afecto y del sentido de la propia llamada virginal. Es, también, el momento de redefinir, en cierto modo, la propia identidad, o de acceder a una nueva percepción del yo, en la que entra también la experiencia precedente, junto con la certeza de que sólo en Dios aquella hambre de afecto podrá saciarse, y a la decisión consiguiente de elegir de nuevo a Él como el único gran amor de la vida.

Como le sucedió también a Merton. Quien quizás por esto no borró de su Diario este suceso ni quiso que fuese eliminado: "Es necesario que se lo conozca, porque es parte de mí. Mi necesidad de amor, mi soledad, mi contradicción interior, la lucha en la que la soledad es al mismo tiempo un problema y una 'solución'. Y quizás tampoco una solución perfecta"7. Más tarde aclarará que para él la experiencia de enamoramiento significó finalmente "una liberación interior que le dio un nuevo sentido de certeza, confianza, seguridad en su vocación y en lo profundo de sí"8.



2.2.- Modo irrealista

Consideremos ahora la otra posibilidad, la de una crisis afectiva infructuosa y con efectos ruinosos. Veamos los momentos más destacados.



a.    Pequeñas y veniales gratificaciones

Al comienzo la persona advierte dentro de sí una vaga situación de malestar, que la lleva a sufrir más de lo normal la soledad o la ausencia de una presencia o un contacto, psicológico, o quizás también físico, o de apoyo y cuidado por parte de los otros. Tal malestar hace al individuo particularmente sensible a quien parece ofrecerle atenciones e interés, y por otra parte necesitado de gratificaciones y concesiones de naturaleza afectiva que tratará de procurarse, todavía veniales y moralmente irrelevantes en esta fase. Esto lo afirma y le permite continuar evitando la soledad consigo mismo y con Dios, sin sentirse en culpa, pero también sin dejarse enriquecer por ella. Mantiene una atención bastante vigilante.

b.    Vulnerabilidad y ambigüedad

El aspecto moral estará a salvo, pero desde la vertiente psicológica se resiente de ello la consistencia del individuo: la psicología, en efecto, puede ser a veces más severa y exigente que la teología moral, cuando, por ej., amonesta y recuerda que la concesión afectiva, por más ligera y "venial" que sea, si no es expresión transparente de las opciones de fondo o de la identidad del sujeto, y se repite, pone en peligro la estabilidad, debilita lentamente las convicciones, lo aleja de su verdad, comienza a desviar la sensibilidad y a deformar hasta el juicio moral, cada vez más benévolo frente a aquellas concesiones.

Se trata de una mezcla de vulnerabilidad de la persona y de su elección y, progresivamente, de ambigüedad en la conducta y el juicio moral. Si bien todavía no de manera grave.

c.    Hábitos y atracción desviada

En la medida en que estas ligeras gratificaciones afectivas se repiten y se vuelven habituales, se convierten en el estilo o modo de vida, algo que cada vez tiene menos necesidad de un estímulo consciente de la persona, antes bien, un poco se le impone. Esto significa: menor libertad de abandonarlo, escasa conciencia de lo que ocurre en el corazón, y siempre mayor familiaridad con la gratificación misma y con un estilo de vida gratificante, cada vez más ambiguo y justificado por el sujeto. En tanto, paralelamente, disminuye la familiaridad con los valores del espíritu, se introduce una cierta frialdad en la relación con Dios y la sensibilidad reacciona a otras atracciones e intereses.

El virgen, en concreto, será cada vez más atraído de quien o de lo que le parezca asegurarle una cierta gratificación. La vulnerabilidad es tal que no es muy difícil que después se enamore o se vuelva terreno fácil para la conquista sentimental.

d.    Automatismo

De a poco, si no tienen lugar intervenciones pertinentes y provocaciones al cambio, las gratificaciones y concesiones afectivas se vuelven automáticas, se disparan por sí mismas, anticipándose y previniendo la conciencia y las decisiones del sujeto. Automatismo significa atracción que se impone y arrastra ("es más fuerte que yo"); el sujeto, no sólo no será cada vez menos libre, sino que perderá incluso cada vez más la capacidad (o libertad) de gozar de la misma gratificación a la cual se ha habituado (mientras más uno hace lo que le place, menos le place lo que hace).

Y entonces la gratificación de antes (aquella ligera y moralmente irrelevante) no será suficiente, habrá que aumentar la dosis, al punto de provocar una búsqueda de gratificaciones que podrán llegar a ser, también moralmente relevantes. Pero el individuo no se dará cuenta del salto cualitativo, o su conciencia lo justificará todo. El mismo extraño mecanismo que hace a la necesidad cada vez más exigente y a la persona cada vez menos libre de gozar de la gratificación, "oscurecerá" más y más la conciencia, y hará al sujeto cada vez menos capaz de tomar distancia y mantener libre el juicio de su conciencia. Evidentemente con un enorme uso de mecanismos defensivos autojustificativos.

e.    Motivaciones inconscientes

El proceso que de la costumbre lleva al automatismo se le escapa cada vez más al individuo y hace incontrolable la necesidad que urge y urge siempre más. Al punto que se convierte cada vez más en la motivación del obrar, aliciente de toda acción; es decir, se alza en el centro de la vida y desde allí comanda las operaciones; no es ya sólo la raíz de algunos comportamientos que buscan afecto, sino que se convierte en el sustrato general del modo de vida, la motivación escondida, aunque no sea necesariamente la única y la central, de toda acción y relación, como estando constantemente presente en cada instante de la vida.

En concreto, tendremos al célibe que en todo lo que hace, desde la oración al apostolado, desde el rito que celebra hasta las relaciones (siempre más numerosas), estará sutilmente movido por una necesidad implícita de obtener atención y afecto, aún cuando nada desde fuera lo hiciera suponer.

En este punto, la persona está como dividida entre la tensión consciente hacia sus valores y la atracción más o menos escondida, pero fuerte, hacia otros objetivo. Claro que tal tensión debilitará al sujeto y lo hará muy vulnerable en el momento de la tentación y de la prueba. Aquí la crisis podrá tener efectos graves y destructivos.



3.- Un hermano al lado

Quizás en el momento el sujeto no será totalmente responsable de lo que hace o siente, pero ciertamente es responsable del proceso que se ha producido en él. Podrá, pues, hacer algo para detener este proceso, para remontar su recorrido y tratar de recuperar al menos hasta un cierto punto, la propia libertad y todas aquellas energías que lo alejan de sí, dividiéndolo interiormente. En definitiva, la crisis saca a la luz lo que a menudo permanece oculto, o que lo ha estado hasta ese momento, en el corazón del virgen. Es un momento doloroso y que puede llevar a resultados igualmente dolorosos (abandono, caídas, aislamiento, doble vida...).

Pero si en ese momento hay un hermano o hermana mayor que se ponga al lado, uno que haya experimentado esos momentos, uno que conoce la crisis, incluso la afectiva, uno que sabe que la esperanza nace en aquel mismo punto donde podría estallar la desesperación, entonces la crisis no sólo lleva a la luz la debilidad, sino que puede encender una luz importante en la vida del célibe por el reino, también de aquel que ha constatado y sufrido la propia fragilidad.

Hay un hermoso pasaje, al respecto, en el documento Vita consecrata, en la parte sobre la formación permanente, que considera la crisis como un momento normal de la vida humana y de posible crecimiento del consagrado como del sacerdote, y delinea muy bien la figura de este hermano o hermana que se pone junto al otro, signo de la atención paterna-materna de la iglesia a aquellos que, quizás, son los más cercanos: "...independientemente de las varias etapas de la vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos -cambio de lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc.- , bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos, la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la Cruz"9.

¡Feliz quien tiene a su lado a este hermano!





Notas:

1.- J. H. Griffin, Thomas Merton: The Hermitage Years, London 1993, p. 60. Cf. también J. Forest, Thomas Merton: scrittore e Monaco,uomo di pace e di dialogo,Roma 1995, pp. 178-186
2.- Me parece interesante lo que dice Simeón el Nuevo Teólogo, incluso en el plano psicológico, acerca de la evolución de la sensibilidad moral, de la pasión que busca probar el alimento sano que lentamente libera de la pasión hasta lograr la apatheia, en tanto que ésta poco a poco hace surgir una nueva sensibilidad, que enciende lentamente "el fuego de los deseos divinos": "El hombre no puede vencer las pasiones si no viene en su ayuda el amor divino que es luz divina. Pero, una vez que el hombre saborea el 'alimento de los maestros espirituales', (la apatheia) lo conduce por el recto camino como una estrella, lo ayuda y lo reconforta cuando se encuentra en dificultades... Y habitando en silencio, no sólo en el corazón, sino también en la mente, ilumina al hombre con su dulce haz, pero cuando trato de aferrarla, súbitamente vuela y me deja quemando dentro el fuego del deseo divino" (Simeone Nuovo Teologo, Inni 18, SC 174 (1971), p. 78)
3.- Cf. Cap. 7, par. 2,1
4.- Griffin, Thomas Merton, 58
5.- Sobre la diferencia entre lucha psicológica y religiosa en el camino de maduración afectiva del célibe consagrado, cf. A. Cencini, Nell'amore. Libertá e maturitá affettiva nel celibato consacrato, Bologna 1997, pp.52-63
6.- En la carta de adiós a la mujer que había amado, Merton escribió para ella una poesía en la que decía sentir gritos de dolor "lacerantes que se abren paso desde lo profundo de mi ser... Tanto que he creído que me rasgaban y partían en dos" (Forest, Thomas Merton, 184)
7.- Forest, Thomas Merton, 186
8.- Griffin, Thomas Merton, 87
9.- Juan Pablo II, Vita consecrata, 70







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