Por Luis Alva

Por lo tanto, «la vocación sacerdotal está necesitada de una comprobación externa por parte de los responsables de la Iglesia, que han de verificar, a través de una compleja tarea de discernimiento, aquellos criterios objetivos que son manifestación o “signos de la vocación divina”»[3]. El c. 1029 nos señala los signos que se han de comprobar canónicamente en quienes se preparan para recibir las órdenes: fe íntegra, recta intención, ciencia debida, buena fama y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir.
Sin embargo, es preciso que antes de recibir las órdenes, se realicen los escrutinios de los candidatos previstos en el canon 1051[4], que tienen por objeto certificar la idoneidad del candidato. La carta circular sobre los escrutinios establece que éstos «deben hacerse para cada uno de los momentos del iter de formación sacerdotal: admisión, ministerios, diaconado y presbiterado». Es el obispo quien llama a las órdenes, pero oyendo a los formadores y consejeros cuyas recomendaciones, si bien no son vinculantes para él, tienen un alto valor moral[5].
Por otra parte, el obispo tiene el grave deber de no conferir las órdenes a quien no sea canónicamente idóneo. Ha de alcanzar certeza moral, habiéndose probado de manera positiva la idoneidad del candidato (Cf. c. 1052 § 1). No es suficiente que no se aprecie ningún inconveniente. La norma manifiesta en este aspecto una preocupación considerable: así el canon 1052 § 3 insta al obispo que va a conferir la ordenación a no proceder a ella si tiene fundadas razones para dudar de la idoneidad del candidato[6]. En este mismo sentido afirma el Concilio: «a los no idóneos hay que orientarlos a tiempo y paternalmente hacia otras funciones y ayudarles a que, conscientes de su vocación cristiana, se comprometan con entusiasmo en el apostolado seglar» (OT 6).
Finalmente, el discernimiento de este don en los candidatos no sólo es de suma importancia, sino urgente. Principalmente, porque entre los que se interesan por el ministerio, «hay también alguna que otra «ave rara» que viene a hacer su nido y que no pocas veces abraza incluso el sacerdocio porque una serie de obispos, movidos por una especie de pánico de que vayan a cerrase las puertas, confieren las sagradas órdenes a todo el que se presente»[7].Por otro lado, si no se realiza con delicadeza y prudencia como, por ejemplo, sin advertir necesidades no resueltas de apego a personas o de autoestima egocéntrica, la persona fácilmente caería en un estado de inmadurez afectiva que la condicionaría para afrontar la vida en soledad y con ello, para una realización personal afectiva saludable. Ni las normales muestras de afecto y consideración, ni la compañía de amigos resultarían suficientes para satisfacer sus necesidades «inmaduras» de dependencia, cariño y reconocimiento; a la vez presentaría una gran tendencia a la perturbación afectiva ante situaciones más o menos objetivas de soledad o rechazo[8].
[1] Daniel Cenalmor, «Comentario al c. 1029», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 947.
[2] Cf. T. Rincón-Pérez, Disciplina canónica del culo divino, en VV.AA., Manual de Derecho Canónico, Pamplona 19912, 566-567; Idem.
[4] «1° El rector del seminario o la casa de formación ha de certificar que el candidato posee cualidades necesarias para recibir el orden, es decir, doctrina recta, piedad sincera, buenas costumbres y aptitud para ejercer el ministerio; e igualmente, después de la investigación oportuna, hará constar su estado de salud física y psíquica. 2° para que la investigación sea realizada convenientemente, el Obispo Diocesano o el Superior mayor puede emplear otros medios que le parezca útiles, atendiendo a las circunstancias de tiempo y de lugar, como son las cartas testimoniales, las proclamas u otras informaciones»,Luis Orfila, «Comentario al c. 1051», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 1007-1008.
[8] Cf. Ibid.
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