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martes, 25 de septiembre de 2012

La formación de los sentimientos





Se suele llamar sentimiento a un fenómeno psíquico de carácter subjetivo, producido por diversas causas (estados de ánimo vitales o pasajeros, reacciones inconscientes ante el medio ambiente, estado físico, acontecimientos, situaciones, etc.) y que impresiona favorable o desfavorablemente a la persona, excitando en ella diversos instintos y tendencias.
 


Saber cuáles son las diversas clases de sentimientos nos ayudará para conocernos en este punto. Un primer grupo son los sentimientos vitales. Nacen del conjunto de percepciones que tienen como objeto nuestro propio organismo y, según sean, confieren a la vida un sentido de bienestar o de malestar, de frescura o de pesadez. El humor es una resonancia de los sentimientos vitales que repercute en todas las esferas de la vida.

Un segundo tipo está formado por los sentimientos de la propia individualidad. Entre ellos tenemos el sentimiento del propio poder y del propio valor: de capacidad o inferioridad, de suficiencia o insuficiencia que se basa sobre la aprensión de la propia dignidad, dotes y cualidades; puede fundarse más sobre la propia opinión o más sobre la opinión de los demás.

Otros sentimientos surgen como reacción al mundo externo: el sufrimiento, la esperanza, la resignación, la desesperación. Por otra parte se dan los sentimientos corporales (hambre, sed, cansancio, etc.); los de índole psíquica como la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece, etc.

Es evidente que dentro de este cuadro de sentimientos debe existir una jerarquía y armonía. Jerarquía para que la vida del espíritu, y en general la del hombre, no sea caótica. Cuando se deja curso anárquico a los sentimientos la vida de las personas se hace caprichosa e imprevisible. Cuando los sentimientos corporales acaparan a la persona, el centro de su personalidad se traslada a la piel o al estómago. Y lo mismo podemos decir de los sentimientos meramente psíquicos: en cuanto son puramente sensitivos carecen de razón y mesura, no buscan sino desahogarse. Pero en ese desahogo pueden llevar a remolque toda la vida de la persona.

Finalmente, los sentimientos espirituales que representan el don más precioso de la sensibilidad humana: una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el alma por la presencia, o ausencia, del bien moral: gratitud, amistad, aprecio por la sinceridad, etc. Todo el desarrollo de nuestra psique debe colaborar en el desarrollo y fortalecimiento de tales sentimientos sin por ello atropellar a los demás que son también parte característica del hombre.

La formación de los sentimientos busca aprovechar su fuerza encauzándola al bien integral de la persona y al servicio de la misión confiada por Dios. Así los sentimientos enriquecen notablemente al formando y lo hacen capaz de experiencias humanas profundas, de acercamiento a Dios y a los hombres. Un primer paso indispensable consiste en reconocer que siempre está en nuestras manos la posibilidad de controlar, orientar y armonizar la propia personalidad, con toda su riqueza, haciéndola noble, fuerte y dueña de sí.

Pero para poder formarse en este campo -como segundo paso-, el formando ha de analizar y conocer los propios sentimientos, principalmente los predominantes, y ser consciente del grado de influencia que tienen en su comportamiento, pues el sentimentalismo puede causar graves estragos en la formación. Ordinariamente estos factores dependen del temperamento, por el cual se tiende a la alegría o a la tristeza, al optimismo o al pesimismo, a la exaltación o a la depresión. El formador ha de ayudar al formando a descubrir esta componente habitual de su temperamento, con sus potencialidades, sus aspectos positivos y negativos y sus implicaciones; a aceptarse serena, gozosa y agradecidamente, y a ejercitar una labor constante y positiva de control, armonía, equilibrio y progreso.

El medio principal de formación es el mismo que comentamos ya en el apartado anterior: fomentar lo positivo, rectificar lo negativo. Si el sentimiento ayuda, sea bienvenido; si entorpece, debilita, distrae, entonces la voluntad del formado deberá entrar en acción para fomentar el sentimiento opuesto, para centrar la atención en otra cosa, etc. A este propósito algo muy necesario para lograr el dominio y la formación de los sentimientos es educar la imaginación y no dejarla divagar inútilmente, pues las imágenes por su naturaleza llevan a la acción que representan y provocan los sentimientos correspondientes.

Este mismo mecanismo se puede poner al servicio de persona cuando ésta da paso y, en cierto sentido, fomenta los sentimientos que acompañan sus convicciones: entusiasmo por su vocación, fervor más sensible en su amor a Dios, compasión por los hombres, etc. Así los principios libremente escogidos dejan de ser algo frío e intelectual y pasan a ser, con mayor integralidad humana, convicciones operantes. A la atracción objetiva que el valor suscita se añade una carga subjetiva de resonancia.

Como resultado de este esfuerzo el formando adquiere una ecuanimidad estable que consiste en el predominio habitual de un estado de ánimo sereno, equidistante entre la alegría desorbitada y el abatimiento. Desde el punto de vista ascético, es habituarse a cumplir la voluntad de Dios, con el sostén de la voluntad, la fe, y el amor, en las diversas circunstancias de la vida. La orientación hacia este ideal irá creando una actitud habitual de sano optimismo sobrenatural capaz de transformar cualquier estado de ánimo en factor positivo. Todo es gracia para el corazón enamorado de Dios; o como dice San Pablo: «Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien» (Rm 8,28). Quien ama su vocación y se identifica plenamente con ella llega a formar un estado de ánimo habitual positivo y fecundo.

La educación de los sentimientos está relacionada con la correcta formación de la sensibilidad como capacidad de reconocer y valorar la belleza de la naturaleza y de las obras de arte.



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