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martes, 18 de septiembre de 2012

La relación entre el formador y el seminarista I

Por Instituto Sacerdus
 
El crecimiento humano y espiritual de la persona depende en gran parte de sus relaciones con los demás. Por ello, en todo proceso educativo -si ha de ser éste más que mera transmisión de información- la relación entre el formador y el seminarista constituye una de las facetas más importantes. Es en esa relación donde el formador puede ir ayudando personalmente a cada seminarista en su esfuerzo formativo.


Si no se logra establecer una correcta relación entre formador y seminarista, si los formadores se convierten en simples profesores o administradores, o los seminaristas viven su vida totalmente al margen de ellos, la tarea formativa puede quedar seriamente comprometida.

De la visión del formador como representante de Dios y de la Iglesia se deduce que la relación entre él y los seminaristas se debe situar, en primer lugar, sobre una base de fe. Es una relación que nace de una llamada divina. Es Dios quien quiere actuar a través de ese encuentro entre formador y seminarista, que por tanto no puede ser reducido a una simple amistad fortuita, o al trato profesional entre maestro y alumno o entre psicólogo y paciente. El formador debe ser el primero en ver así las cosas, y debe ayudar desde el inicio al seminarista a hacer otro tanto.

En ocasiones el trato con el formador es una tarea ardua para el seminarista. Su temperamento, sus circunstancias personales, su natural tendencia a la autoafirmación e independencia... pueden llevarle al alejamiento de todo aquél que representa alguna autoridad. También el formador puede experimentar dificultad para tratar con algún alumno. Pueden surgir antipatías, de uno u otro lado, o de ambos a la vez, difíciles a veces de superar en un plano meramente humano. Sin embargo, si se ha logrado una profunda visión sobrenatural en el trato mutuo, esas dificultades no serán absolutamente determinantes, y podrían ser superadas.

Ahora bien, el aspecto sobrenatural de esta relación no suprime los elementos humanos del trato personal. En la relación entre formador y seminarista entran en juego de modo finísimo la sensibilidad humana y la bondad cristiana, la intuición natural y la luz de Dios. Corresponde, por tanto, al formador y al seminarista prestar su colaboración y su buena voluntad para llegar a entablar una relación cercana, amistosa, caracterizada por la sinceridad, por la sencillez, por la apertura, la deferencia y la cordialidad.

Ese trato franco y amable (principalmente con el director espiritual) favorece notablemente la apertura de conciencia por parte del seminarista. El seminarista puede entonces confiar sus dudas y problemas, sin miedo ni reparos, en un clima de confianza mutua. Encontrará en el formador un apoyo personal y concreto, recibirá a través de sus orientaciones importantes luces y gracias de Dios, y podrá incluso desahogarse en los momentos de tensión.


Las funciones del formador

Al formador corresponde, por su parte, no sólo entablar rectamente su relación con cada seminarista sino actuar a través de ella hasta lograr las metas de formación que hemos ya esbozado arriba.


Orar, sacrificarse, testimoniar

La primera tarea que puede realizar todo formador en bien de los seminaristas es ofrecer su oración personal por ellos. El sabe que «toda dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (St 1,17). Así, como Pablo, ora y repite sin cesar: «con este objeto rogamos en todo tiempo por vosotros: que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien» (2 Ts 1,11). Pide las gracias que los seminaristass tal vez no se atreven a pedir para sí. Como Cristo, pide que ninguno de los que le han sido confiados se pierda (cf. Jn 17,12ss). Suplica también por sí mismo para que Dios ilumine su mente y su corazón y llegue a ser un guía sensato (cf. 1 Re 3,9; Sab 7,7).
A la oración añade el sacrificio personal que expía, que intercede, que gana gracias para sus seminaristass: «ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros...» (Col 1,24).

Uno de los instrumentos más eficaces con que cuenta el formador es su testimonio de vida sacerdotal: "Verba movent, exempla trahunt". El testimonio vivo es más eficaz y penetrante que los consejos, las motivaciones o las exigencias. Cuando el seminarista constata la coherencia y santidad de vida del formador, descubre en él un modelo de aquello que está buscando para sí, se siente inclinado a la estima, a la apertura, a la docilidad, a la imitación. Así cuando el formador propone algo, el seminarista lo acepta de antemano porque viene de esta persona que convence, porque vive primero él lo que luego predica. Modificando las palabras de Cristo, de los buenos formadores se debería poder decir: "Haced lo que os dicen e imitad lo que hacen" (cf. Mt 23,3).


Conocer profundamente a cada uno

Ahora bien, para que el formador pueda actuar debida y atinadamente resulta indispensable que tenga un conocimiento profundo de cada uno de los seminaristas. Este conocimiento le servirá para ayudar mejor a cada seminarista, para poder salir al paso de sus dificultades, para aplicar los recursos adecuados, para hacer referencia a las motivaciones que más le llegan a cada uno, etc.

El conocimiento del seminarista resulta indispensable para que los formadores, principalmente el rector, valoren rectamente la idoneidad del candidato para recibir las órdenes. De otro modo esta decisión tan importante se tomaría en base al resultado de alguna entrevista más o menos formal, o de una constatación lejana del modo de proceder del candidato.

Conocer al seminarista es conocer su temperamento, sus cualidades naturales, sus aptitudes. Es bueno también interesarse por la vida pasada del seminarista y el entorno familiar del que procede, especialmente aquello que pueda afectar a su vocación sacerdotal. Igualmente, conviene saber cómo se ha desempeñado en la etapa anterior de formación, cuáles han sido sus logros, sus mayores dificultades, sus actitudes, etc. Esto le permitirá adaptarse en seguida a la situación presente de cada seminarista sin tener que iniciar su conocimiento desde cero.

No se trata de un conocimiento adquirido de una vez para siempre. El interés sincero por el seminarista le impide "etiquetarlo" superficialmente basándose en alguna observación momentánea, o, peor aún, dejándose llevar por el "se dice". Al contrario, tratará de conocerlo personalmente, atento siempre a su situación presente, sin prejuicios de ninguna clase. Así podrá ajustar su proceder, día a día, especialmente cuando haya algún problema particular. Podrá escoger los recursos necesarios no sólo para esta persona, sino para esta persona aquí y ahora.

En este campo serán útiles los exámenes psicológicos que se pueden realizar en el momento de la admisión del candidato al seminario y en algún otro momento de su período de formación. Un medio imprescindible es el diálogo personal con cada uno. La persona es un misterio al que sólo nos podemos asomar si ella misma se autorrevela. Pero es importante también la observación concreta del comportamiento de cada uno. Son numerosas las ocasiones que tiene el formador para conocer el modo de actuar y reaccionar de los seminaristas si vive con y entre ellos y tiene verdadero interés por conocerlos bien, para así ayudarles lo mejor posible.

El buen pedagogo no sólo busca conocer al educando sino que le ayuda también a que él se conozca a sí mismo. Sobre todo en el diálogo personal puede invitarle a auto-analizarse, y comentar con él sus observaciones a propósito de su temperamento, su situación actual, etc. Si tenemos en cuenta el principio de la autoformación comprenderemos que es ésa una de las mayores aportaciones que el formador puede hacer al aspirante al sacerdocio.


Enseñar

En cuanto maestro, el formador está llamado a enseñar. El joven que ingresa al seminario se encuentra de pronto en un mundo desconocido. Toma contacto con una serie de valores, principios, normas y costumbres que son nuevos para él. Muchas cosas no las entiende, y no le es fácil captar por sí solo su sentido y su valor. Pero él no es un autómata. Necesita conocer para entender, de modo que pueda valorar y vivir libre y responsablemente todo lo que implica su vocación y su nueva vida. Por otra parte, esa vocación suya entraña también la función de enseñar. Tiene que hacerse con un amplio bagaje de conocimientos que deberá luego transmitir a los fieles, por ejemplo en el campo de la espiritualidad. Y tiene también que aprender el arte de enseñar. El mejor modo de aprenderlo será ver cómo lo ejercen sus formadores.

El horizonte de lo que un formador debe enseñar es muy amplio, y varía de acuerdo con las situaciones y necesidades de los seminaristas. Pero es evidente que lo más importante será la transmisión de los grandes principios de la vida cristiana y sacerdotal. En esos principios debe ser claro. Se requiere sentido de flexibilidad y adaptación, pero no se puede cambiar o dejar a un lado lo que constituye el entramado fundamental de la vocación sacerdotal. Buena parte de su labor de enseñanza consistirá en iluminar la conciencia del candidato, como primer requisito de su formación. Luego está todo el mundo del conocimiento de la vida espiritual, que el candidato necesita ir aprendiendo para irlo viviendo. Finalmente, hay que ilustrar lo que se refiere a las normas que rigen la vida del seminario, sus elementos disciplinares, sus costumbres...

En todos estos campos hay que enseñar desde luego el qué. Pero hay que presentar también su por qué: esas razones teológicas, pedagógicas, prudenciales o simplemente prácticas, que sostienen todo, desde los grandes principios hasta las costumbres del seminario.

En esta tarea el formador debe estar dispuesto a explicar con paciencia las cosas una y otra vez. No puede conformarse con decir: "yo ya lo he explicado, el que quiera entender que lo entienda". Hay momentos en que el candidato se encuentra cerrado en sí mismo. Hay cosas que se olvidan sin querer, o se sumergen tanto en los recovecos de la memoria que dejan de guiar el propio comportamiento. Es necesario repetir, ilustrar lo mismo desde otro ángulo... sembrar a voleo cuantas veces sea posible.


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