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miércoles, 19 de septiembre de 2012

La relación entre el formador y el seminarista II

 Por Instituto Sacerdus
 
Motivar. No basta enseñar. Hemos recordado más de una vez que el ser humano actúa por motivos. El formador debe motivar además de enseñar. El seminarista puede entender muy bien lo que se le enseña, incluso su por qué, y no estar realmente motivado a ello. Él no es un empleado, al que se le pide que cumpla su deber aunque no le interese en sí lo que hace. La verdadera educación es la maduración que nace desde dentro. Es preciso que la persona, después de entender las cosas, perciba su valor como valor para ella. Ese valor será su motor, su motivo.

Motivar es, pues, presentar a una persona aquellos valores que pueden resultar atractivos y eficaces para ella. En ese sentido, el formador tiene que saber adaptarse a cada uno: a su sensibilidad y a su mundo axiológico interior. Pero, por otra parte, es preciso apelar de modo especial a aquellos valores que son en sí mismos más hondos y más propios de la realidad para la que se pretende motivar. Son éstos los que podrán poner en movimiento el núcleo interior de la persona y los que superarán la prueba del tiempo. Podemos encontrarnos con un seminarista en el que esos valores profundos encuentran escasa resonancia. Se requiere entonces la habilidad suficiente para apelar a los valores que él espontáneamente percibe, aunque sean más bien superficiales, e ir conduciéndolo desde ellos hacia los otros, más importantes y duraderos.

Como veíamos antes, el motivo más hondo y más propio en la formación de un sacerdote es el amor a Cristo y a la humanidad. El formador debe saber presentar ese amor como estímulo principal en la vida del futuro sacerdote. Cuando el seminarista encuentra dificultades en su entrega, cuando pasa por momentos de oscuridad o desaliento, lo mejor que puede hacer el formador es decirle: "¿Por qué no vas a consultárselo al Señor? Búscalo en el sagrario, contémplalo en el crucifijo y pídele su luz y su fortaleza".

La destreza del formador le permitirá echar mano de todas aquellas motivaciones secundarias que pueden estimular al seminarista, también las meramente humanas. Es todo un arte. En unas ocasiones convendrá reconocer y alabar lo bien que el alumno ha realizado su labor; en otras será más eficaz en cambio espolear su amor propio haciéndole ver lo que le falta. Hay casos en que lo mejor es poner por delante un reto difícil y exigente; hay otros en que es más prudente pedir metas fácilmente accesibles. A veces es necesario llamar la atención seriamente; otras veces, por ejemplo en un momento de tensión o agobio, lo más acertado es ofrecer un rato inesperado de descanso y entretenimiento...

Cabría repetir aquí lo que se decía hace un momento a propósito de la necesidad de repetir las cosas. También la fuerza de las motivaciones se desgasta con el tiempo. Tampoco los valores son siempre comprendidos y asimilados a la primera. Una nueva presentación de un valor ya conocido puede hacer que vibre en la conciencia del seminarista con una fuerza quizás nunca experimentada. No sólo repetir de vez en cuando; se podría casi decir que el buen formador nunca pide nada, sobre todo cuando es costoso, sin ofrecer alguna motivación. Por último, puede ser útil observar que en el arte de la motivación cuenta mucho la fuerza y el calor con que el formador presenta los valores. Para que se entienda algo basta que se muestre con claridad. Pero para que se capte como valor es importante el testimonio de quien, con su modo de decirlo y de vivirlo, muestra que de verdad vale.


Guiar. Ahora bien, el realismo antropológico nos ayuda a recordar que el seminarista experimenta, como todos, la fuerza de las pasiones y el peso del propio egoísmo, que muchas veces tiran de él en dirección opuesta a su elección consciente y libre. Si es realista y sincero, él mismo se da cuenta de que necesita el apoyo de un guía.

Por otra parte, el formador es responsable de la comunidad del seminario. Debe pues guiar también todo lo que se refiere a la organización y la vida comunitaria en el centro de formación.
Por tanto, el formador, además de enseñar y motivar tiene la misión de guiar a los candidatos. Guía es el que enseña un camino, no señalándolo en el mapa, sino caminando por él junto al otro. El formador se convierte así en el maestro que acompaña al seminarista en su camino de preparación al sacerdocio.

El formador es responsable de la marcha del seminario y de la auténtica formación de los candidatos. Esto significa que él no puede desentenderse de lo que hacen o dejan de hacer. Debe estar atento, informarse -directamente o a través de sus colaboradores-, seguir de cerca el desarrollo de las actividades comunes, interesarse por el camino formativo de cada seminarista...
Es importante que el formador sepa confiar en los candidatos, y deje que se vea su confianza. Lo cual no significa, sin embargo, que cierre los ojos o suponga inocentemente que nunca puede haber desviaciones. Aquí la "inocencia" podría ser sinónimo de irresponsabilidad. Es el mismo interés sincero por el bien de los seminaristas el que le lleva a confiar en ellos y a desconfiar de la debilidad humana.

Gracias a esa actitud atenta, el formador podrá realizar una adecuada labor preventiva, fundamental en un buen sistema de educación. El buen guía sabe mirar adelante para detectar posibles obstáculos y poner en guardia a quienes le siguen. En el camino de un candidato al sacerdocio hay obstáculos y peligros generales, que dependen de la naturaleza misma del hombre. Es fácil, sobre todo con un poco de experiencia, saber cómo y cuándo pueden presentarse. Otros dependen del modo de ser de cada uno, o de circunstancias y situaciones concretas. A veces aparecen de improviso. Pero una mirada despierta puede preverlos con frecuencia. Esa previsión permitirá removerlos o al menos avisar al interesado. La importancia de este servicio del formador podría ser sintetizada con el refrán popular: "más vale prevenir que remediar".

Guiar consiste también en "estar presente". Es el único modo de que aquello de "caminar junto al otro" sea algo más que poesía. La mera presencia del formador entre los seminaristas puede constituir un auténtico elemento formativo, una especie de reclamo que les ayuda a recordar el propio deber.

Al guiar a sus seminaristas, el formador no está haciendo más que cumplir la dimensión profética de su sacerdocio, en medio de aquellos a quienes ha sido enviado. También él ha sido puesto como «centinela» (Ez 3,17). En ocasiones su servicio de autoridad requerirá firmeza en la exigencia. Cuando le cueste exigir podrá alentarle el recuerdo de las palabras del Señor al profeta Ezequiel: «por no haberle advertido tú... yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al justo... vivirá él por haber sido advertido, y tú habrás salvado tu vida» (Ez 3,20-21).

Podría parecer extraño, pero en realidad sólo el formador humilde sabe exigir. Por una parte, la humildad hace que no actúe por quedar bien ante los seminaristas. El respeto humano cohíbe la acción del formador, llevándole a buscar el aprecio de los demás, y a evitar en consecuencia todo lo que pudiera desfigurar su imagen de persona "abierta" y "buena". En realidad esas personas suelen crear más bien la impresión del "bonachón", y no logran conquistarse la confianza de los jóvenes que quieren formarse y buscan un guía claro y firme.

Pero además, se requiere la humildad profunda para que la firmeza de la exigencia no se convierta en dureza. La brusquedad no guía, aleja. Quizás una de las fórmulas educativas que más debería recordar todo formador es la concentrada en el adagio clásico: suaviter in forma, fortiter in re. No se trata de la simple contraposición de dos opuestos. Ambos elementos son expresión de una misma intencionalidad. La firmeza de fondo es verdaderamente educativa cuando se une a la suavidad en la forma. El formador tiene que ser completamente dueño de sí para no dejar que el orgullo, la impaciencia o el enfado determinen nunca su relación con los seminaristas. La humildad profunda y el interés genuino por el bien de los candidatos a él confiados le permitirán dominarse en momentos en que sería quizás fácil desahogarse con una salida brusca, o imponer a la fuerza su voluntad. Por otro lado, estas mismas actitudes harán posible que el formador sepa dejar pasar el momento en que el seminarista se encuentra cegado por la pasión, y esperar a que se haga la calma, para tratar el asunto en el momento oportuno, cuando pueda sea posible dialogar.

El formador tiene que ser consciente de que la vida ordinaria del seminarista es ya en sí exigente y dura. Él no tiene derecho a hacerle más pesada la carga con un trato desconsiderado. Menos aún con un trato despectivo. Los jóvenes son muy sensibles a la ironía y el desprecio de quienes están constituidos en autoridad, sobre todo cuando lo muestran en público. De igual modo, hay que evitar todo lo que pueda llevar a un enfrentamiento entre el seminarista y el seminarista -de nuevo sobre todo, pero no sólo, en público-. El mejor modo de ganarse el respeto de los alumnos es tratarlos con respeto sincero.

Por último, guiar la formación de los futuros sacerdotes es también impulsarla. El formador no debe concebir su papel como freno. Tiene que moderar y encauzar, eso sí, pero no frenar. Al contrario. La Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes activos, creativos, celosos en su servicio pastoral. El formador tiene que fomentar en sus seminaristas el sentido de iniciativa, de empresa y de trabajo.

Las funciones educativas de los formadores cuentan con diversos cauces en la vida del seminario. En ocasiones actuarán en público, a través de conferencias o reuniones. A este respecto se puede pensar, por ejemplo, en algunas reuniones periódicas con todos los seminaristas o con algún grupo, en las que se recuerden, ilustren y motiven algunos aspectos de la vida del seminario que quizás se han ido olvidando o no son vividos por todos correctamente. Otras veces será el contacto personal con un seminarista la mejor ocasión para explicar algún punto que parece especialmente útil para él o que no logra entender suficientemente, o para motivarle o guiarle a él personalmente. Contacto personal que puede darse en el ámbito de la dirección espiritual, pero también en la confesión cuando se trata de materias de conciencia y progreso espiritual, y hasta en el trato espontáneo y amigable de cada día.


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