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lunes, 3 de septiembre de 2012

La formación como transformación.

Autor Instituto Sacerdos






Supongamos que nuestro seminarista ha hecho su opción fundamental, y que, movido sobre todo por su amor a Cristo —aunque sea un amor que aún deba madurar— quiere sinceramente formarse. No basta. Debemos preguntarnos si nuestro sistema formativo le está ayudando realmente a configurar su propia personalidad como futuro sacerdote, hasta el punto de que lo que aprende, experimenta, y practica llegue a ser vida de su vida. De otro modo, su paso por el seminario le tocaría sólo por fuera, como toca el agua las piedras de un arroyo.

Cuando Dios llama a un hombre al sacerdocio no pretende únicamente que adquiera unos conocimientos, llene un "currículum" y "ejerza" luego la función sacerdotal. Ha pensado en él para que sea sacerdote, es decir, para que su mismo ser se identifique con la persona de Cristo sacerdote, de modo que llegue a poder afirmar como Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, sino es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). No quiere de él un funcionario del culto, sino un apóstol que transmita lo que lleva dentro y viva ya él en primera persona.

Por otra parte, sólo la real configuración sacerdotal del propio ser puede dar al sacerdote la satisfacción profunda de vivir aquello que profesa. De otro modo sentirá el sacerdocio como un caparazón postizo, que no le configura por dentro: el sacramento se encarnará en una personalidad no dispuesta armónicamente para él. No podrá por tanto sentirse humanamente realizado. Una formación así, que no llega a cambiar el modo de ser y de vivir, dará muy pocas garantías de perseverancia y frutos sacerdotales.

Formación es, pues, transformación. En realidad, como sucede con algunos otros, se trata de un principio que vale para la formación en general. Porque, en efecto, "formar" no es simplemente "informar", dar unas cuantas nociones. Es más bien ayudar a que la persona adquiera una "forma". Cuando, al partir, la forma que se intenta lograr no se posee ya, entonces la persona se tendrá que "trans-formar".

La formación sacerdotal debe lograr, pues, la efectiva transformación de los seminaristas. Ante todo, transformación en Cristo sacerdote: que Cristo tome forma en ellos (cf. Ga 4,19). Transformación de toda la personalidad del candidato: su modo de pensar, sentir, amar, reaccionar, actuar, relacionarse con los demás... Todo debe quedar configurado según el alto ideal del sacerdocio católico. Los formadores deben estar atentos, para ver si los seminaristas van asimilando, haciendo suyo y viviendo desde dentro todo lo que se les propone en el período de formación.

Para lograr una verdadera formación convendrá tener presente el proceso dinámico de la transformación personal. Si se trata de que el seminarista llegue a hacer vida propia los contenidos de la formación, habrá que hacer que los valore primero de tal modo que se conviertan en motivos de su acción; pero como se trata de un ser inteligente y libre, no se conseguirá nada si primero no se le ayuda a conocer y entender esos mismos contenidos.

Por tanto, lo primero será ayudarle a conocer. El hombre se guía por las ideas. Los sentimientos desaparecen con la misma rapidez con que aparecieron. Las presiones externas influyen sólo mientras están presentes. Es de primera importancia plantear la formación como una iluminación de la inteligencia del formando. Hay que ayudarle a profundizar en el conocimiento de Cristo, la Iglesia, el sacerdocio, el sentido su propia vocación... Hay que explicarle el porqué de las cosas: de una norma, de una práctica religiosa, de un estilo de vida. Nunca hay que dar por supuesto que los seminaristas entienden ya el sentido de lo que se les propone en su formación. Mucho menos hay que imponérselo, sin responder a sus preguntas y aclarar sus dudas. Que entiendan, por ejemplo, el porqué del celibato en la Iglesia católica, conozcan bien las tendencias naturales de todo ser humano, y comprendan consiguientemente el sentido de ciertas normas, prácticas o disposiciones que buscan ayudarles a formarse para la donación total de su corazón célibe a Cristo por el Reino de los cielos. Conviene abundar en la presentación de las nociones e ideas que iluminan la vida y la formación sacerdotal en pláticas, reuniones de grupo, homilías, clases, diálogos personales, etc. Conviene insistir cuanto haga falta, para que los seminaristas lleguen a comprender de tal modo esas ideas que se conviertan en su manera misma de ver y entender.

Sólo así podrán ellos valorar lo que se les propone. El hombre actúa siempre en favor de algún valor, haga lo que haga..., aun cuando parezca que no es así. Puede darse el caso, por ejemplo, de un alumno que aún no ha captado el valor de sus estudios sacerdotales. Pero estudia de todos modos. Sería inexacto pensar que lo hace sin motivo. Actúa bajo la atracción de algún valor (que sea correcto o no es otra cuestión). Podría ser el sentido del deber, el miedo a no pasar los exámenes, el deseo de quedar bien ante sus formadores, el amor a Dios... Por eso al formador no ha de bastarle ver lo que los alumnos hacen. Debe ir más allá para descubrir qué motivos los mueven. Sólo entonces estará en una postura tal que pueda ayudarlos a ir descubriendo los verdaderos valores que han de ser cimiento de su formación.

No hay valoración sin la intelección del valor ínsito en una realidad. Pero, por otra parte, no basta entender que algo vale; se requiere una apreciación del valor como "valor para mí". Por tanto, la labor del formador consiste también en ayudar a descubrir el valor de las cosas para cada uno, ayudar a valorar. Valorar, para seguir con el mismo ejemplo, la donación total del propio corazón a Jesucristo y la dedicación de toda la vida al servicio de los hermanos en la vivencia del celibato; y valorar consiguientemente todos los elementos que contribuyen a formar y proteger el corazón consagrado a Cristo. En este esfuerzo, el medio más eficaz a disposición del formador es sin duda el propio testimonio. Entendemos una verdad cuando nuestra mente la capta como tal; apreciamos un valor cuando comprendemos que vale, y muchas veces comprendemos que vale para nosotros al ver que otros lo valoran y lo viven.

Una vez que el seminarista ha entendido y valorado algo, es preciso ayudarle para que lo pueda vivir. De nuevo, aunque sea el presupuesto fundamental, no basta que la persona haya entendido y valorado. Cuando una persona tiene un temperamento no-activo o cuando la vivencia del valor comporta sacrificios y dificultades, puede correrse el riesgo de que todo quede en la teoría y el valor pierda su fuerza de atracción. En ese caso, no se habría logrado la verdadera transformación. Hay que invitar a la actuación de lo que se ha entendido y valorado; hay que facilitar y guiar esa vivencia, hay que encauzarla y, en ocasiones, exigirla. Que el seminarista -siguiendo nuestro ejemplo- actúe de verdad conforme a las normas y disposiciones que habrán de ayudarle a formar su corazón célibe; que ponga de hecho en práctica los medios que le ayudarán a preservarlo.

La vivencia de algo que se ha entendido y valorado de verdad es, de por sí, estable. Pero sabemos que el hombre tiende a ser, por naturaleza, inconstante. Se requiere un apoyo permanente para perseverar en la práctica de los valores interiorizados. También ayudas externas, claro, pero sobre todo apoyos que nazcan desde dentro. Y en este sentido, se hace imprescindible la formación de hábitos de vida. La repetición constante de una acción lleva a la formación de esa "segunda naturaleza" que hace más fácil los actos subsiguientes y favorece la estabilidad. ¡Qué importante es que los seminaristas salgan del centro de formación pertrechados de una buena estructura de hábitos conformes a su vocación sacerdotal: el hábito de la oración profunda y personal, el hábito del aprovechamiento eficaz del tiempo, el hábito del estudio, el hábito de la guarda del corazón y de los sentidos...! Qué importante, sobre todo, que salgan convencidos de la necesidad de conservar y cultivar estos hábitos, ayudándose también de medios externos como puede ser la dirección espiritual, la confesión frecuente, el seguimiento de un horario en la propia vida, etc.

Parece interesante anotar, por último, que todos estos elementos del dinamismo de transformación se entrecruzan e influyen mutuamente. Cuando una persona valora profundamente una realidad la entiende más lúcida y profundamente; cuando la practica se refuerza el aprecio de su valor y se comprende mejor. Y al contrario, al dejar de vivir una realidad, se debilita fácilmente la estima que se nutría por ella y se puede dejar incluso de entender lo que antes se veía claramente. Habrá que trabajar entonces por reforzar siempre todos los elementos de ese dinamismo.
Los diálogos con el director espiritual, los exámenes de conciencia, los retiros y ejercicios espirituales, los programas de formación personal, etc., deben tener siempre bien claro ese objetivo: la transformación vital. Sin transformación no hay formación.




 
Publicado por Catholic.net


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