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lunes, 27 de agosto de 2012

Seminaristas, ante una cultura que ve demasiado y mira poco, amenaza al corazón!



Por Luis Alva
 
Se dice que el hombre actual es un “depredador audiovisual” que se desliza por la superficie. Parece que un buen porcentaje de jóvenes, durante su día se encuentra por largo tiempo frente a una pantalla. Vemos mucho, muchas cosas, muchos países y paisajes, muchas películas y espectáculos…; pero ¿miramos? Agencias de turismo, industria del cine, revistas gráficas, internet… nos mantienen ante diversas pantallas iluminadas en las que muestran la manera más brillante y arrebatadora la vida en movimiento, con imágenes de la máxima belleza.
 
 Las diversas pantallas no son sólo un invento técnico, sino un espacio mágico –quizá más virtual que virtuoso- donde se proyectan los deseos, los sueños (y también las pesadillas) de la gran mayoría. Al principio fue el cine, pero llegó después la televisión penetrando en los hogares en los años cincuenta; el ordenador, las consolas de los videojuegos, internet, el teléfono móvil, el “ipod”, las cámaras digitales, los videoclips, los GPS… Hemos pasado de la “unipantalla” a lo que ya se llama “pantallasfera” o “pantalla global”, la red de redes. Lo que comenzó por ser y sigue siendo el “séptimo arte” está dominado por lo taquillero y por batiburrillos varios que asaltan los sentidos. La pantalla de ha apoderado y dicta nuestros gustos y comportamientos cotidianos. Filmar, enfocar, visionar,  registrar la vida… está al alcance de todos los que nos sentimos cuasi directores o actores. No es solo la navaja surrealista afilada por Buñel y Dalí en Un perro andaluz la que corta agresivamente el ojo que mira; es esta vorágine del ver la que nos puede dejar “ciegos” para mirar. Quedamos enfrentados a la posibilidad de vivir dentro del arte del gran trampantojo heredero de otras formas artísticas basadas en la ilusión de la realidad. La banalidad, la menudencia, los trapos sucios se convierten en espectáculo que nutre el negocio. Se cruzan y alimentan mutuamente la era del vacío con la de la demasía y la saturación. Los Gibson, psicólogos investigadores de la percepción, prueban que tenemos a nuestra disposición por vía sensorial más información de la que sospechamos y de la que podemos dirigir. La televisión hipermoderna fabrica personalidades y bellezas con la que Edgar Morín llama el “pigmalionismo industrial”.

Vemos muchos. ¿Cuánto miramos de corazón? Me explico: nacemos con ojos, pero no con mirada. El castellano recoge una sutil diferencia entre “ver y “mirar”.  El mirar está cargado de cuidado, de amor y hasta de pasión: “me ha mirado muy bien el buen médico”, dirá la mujer que sale contenta de la visita del médico. “¡Mírame!”, pedirá el amante que quiere volver a beber de la predilección primera, tal vez hoy desvaída. Se “mira” la herida y el cuadro porque requieren atención y corazón. Para ver, en cambio, basta un dirigir los ojos hacía el estímulo. Mirar nos hace más universales.

No es tan fácil acceder a la mirada. Hace falta coraje y corazón. Nuestros sentidos. Ahítos de ver e hiperestimulados con la “pantallasfera”, pueden “no mirar” al compañero o al hijo de “mirada” triste y sentado a nuestro lado. «He aquí mi secreto. Es muy simple “no se ve bien si no con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos», dirá el zorro al principito. Solo “mira” el amante. Es muy “mirado” decimos del que nos mira cuidándonos.
José M.. Fernández-Martos, Cuidar el corazón en un mundo descorazonado, Sal Terrae, 2012, 46-49.


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