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viernes, 31 de agosto de 2012

Mi madre la Iglesia!

Razones para el amor
Martín Descalzo
 
Creo que no puedo escribir en este libro sobre las cosas que amo sin hablar también sobre la Iglesia, sobre mi querida Iglesia. Comprendo que, al hacerlo, no estoy muy a la moda, porque hoy lo que priva es hablar de ella, cuando menos, con despego (¡y tantas veces con ferocidad!), incluso entre los creyentes. Dicen que el signo de los tiempos es gritar: «Cristo, sí; Iglesia, no»; pero a mí eso me parece tan inverosímil como decir «quiero al alma de mi madre, pero a mi madre no». Y lamento no entender a quienes la insultan o desprecian «en nombre de¡ Evangelio» o a quienes parecen sentirse avergonzados de su historia y piensan que sólo ahora o en el futuro vamos a construir la «verdadera y fiel Iglesia». No sé, pienso que tal vez cuando ya está en el cielo sentiré compasión hacia eso en lo que aquí abajo conversamos entre todos a la Iglesia, pero mientras esté en la tierra ya tengo bastante trabajo con quererla como para encontrar también tiempo para ver sus fallos.

Y voy a ver si explico un poco las razones por las que la quiero. Para ser un poco sistemático, voy a reducirlas a cinco funda- mentales.

La primera es que ella salid del costado de Cristo. ¿Cómo podría no amar yo aquello por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría yo amar a Cristo sin amar, al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio su vida? La Iglesia -buena, mala, mediocre, santa o pecadora, o todo eso junto- fue y sigue siendo la esposa de Cristo. ¿Puedo amar al esposo despreciándola?

Pero -me dirá alguien- ¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no sientes al menos «nostalgia» de la iglesia primitiva? SI, claro, siento nostalgia de aquellos tiempos en los que -como decía San Ireneo- «la sangre de Cristo estaba todavía caliente» y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes. Pero ¿es que hubiera justificado un menor amor la nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando mi madre era vieja? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?

A veces oigo en algunos púlpitos o tribunas periodísticas demagogias que no tienen ni siquiera el mérito de ser nuevas. Las que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia es ahora una esposa prostituida. Y recuerdo aquel disparatado texto que Saint-Cyran escribía a San Vicente de Paúl y que es -como ciertas críticas de hoy- un monumento al orgullo: «Sí, yo lo reconozco: Dios me ha dado grandes luces. El me ha hecho comprender que ya no -hay Iglesia. Dios me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe la Iglesia. Antes de esto la Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes, pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La Iglesia era su esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por eso la ha repudiado y quiere que la sustituya otra que le sea fiel.»

Me quedo, claro, con San Vicente de Paúl, que, en lugar de soñar pasadas o futuras utopías, se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia. Un ría de cieno hay que purificar- lo, no limitarse a condenarlo. Sobre todo cuando nadie puede presentar ese supuesto libelo de repudio que Cristo habría dado a su esposa.

La segunda razón por la que amo a la Iglesia es porque ella y sólo ella me ha dado a Cristo y cuanto sé de él. A través de esa larga cadena de creyentes mediocres me ha llegado el recuerdo de Jesús y su Evangelio. Sí, claro, a veces lo ha ensuciado al transmitirlo, pero todo lo que de él sabemos nos llegó a través de ella.

Ella no es Cristo, ya lo sé. El es el absoluto, el fin; ella, sólo el medio. Incluso es cierto que cuando digo «creo en la Iglesia» lo que estoy diciendo es que creo en Cristo, que sigue estando en ella; lo mismo que cuando afirmo que bebo un vaso de vino, lo que realmente bebo es el vino, no el vaso. Pero ¿cómo podría beber el vino si no tuviera vaso? El canal no es el agua que transporta, pero ¡qué importante es el canal que me la trae!

El centro final de mi amor es Cristo, pero «ella es la cámara del tesoro, donde los apóstoles han depositado la verdad, que es Cristo», como decía San Ireneo. Ella es «la sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo», como escribía San Cipriano. Ella es verdaderamente -ahora es el río de San Agustín quien se desborda- «la casa de oración adornada de visibles edificios, el templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto de la salvación, la querida y única esposa que Cristo conquistó con su sangre y en cuyo seno renacemos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos, cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos sustentamos». ¿Cómo podría no amar yo a quien me transmite todos los legados de Cristo: la eucaristía, su palabra, la comunidad de mis hermanos, la luz de la esperanza?

Pero su historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este mundo, de jerarcas mediocres y vendidos... Sí, sí, es cierto. Pero también está llena de santos. Y ésta es la tercera razón de mi amor.

Siempre que yo me monto en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero no por eso dejo de usarlo para desplazarme. «La Iglesia -decía Bernanos- es como una compañía de transport@és que, desde hace dos núl años, traslada a los hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado.» Es cierto, los santos son la Iglesia, son lo que justifica su existencia, son lo que no nos hace perder la confianza en ella. Ya sé que la historia de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos que los Estados Pontificios, la Gracia que el Derecho canónico.

¿Estoy con ello diciendo que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso que tenla razón Bernanos al escribir que «la Iglesia visible es lo que nosotros podemos ver de la invisibles y que como nosotros tenemos enfermos los ojos sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. Nos resulta más cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos obligación de ser como ellos. Nos resulta más rentable «tranquilizarnos» viendo sólo sus zonas oscuras, con lo que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarlas y la tranquilidad de saber que todos son tan mediocres como nosotros. Si nosotros no fuésemos tan humanos, veríamos más los elementos divinos de la Iglesia, que no vemos porque no somos ni dignos de verlos.
Voy a atreverme a decir más: yo amo con mayor intensidad a la Iglesia precisamente «porque» es imperfecta. No es que me gusten sus imperfecciones, es que pienso que sin ellas hace tiempo me habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está formada de gente como nos- otros, como tú y como yo. Y esto es lo que, en definitiva, nos permite seguir dentro de ella.

Bernanos lo decía con exacta ironía:
«Oh, si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obsesionado por la simetría o de un profesor de lógica, de un Dios deísta, la santidad seria el primer privilegio de los que mandan; cada grado en la jerarquía correspondería a un grado superior de santidad, hasta llegar al más santo de todos, el Santo Padre, por supuesto. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia as!? ¿Os sentiríais a gusto en ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina, lo mismo que un mendigo a la puerta del hotel Ritz. Por fortuna, la Iglesia es una casa de familia donde existe el desorden que hay en todas las casas familiares, siempre hay sillas a las que les falta una pata, las mesas están manchadas de tinta, los tarros de confites se vacían misteriosamente en las alacenas, todos lo conocemos bien, por experiencias.

Sí, por fortuna en la Iglesia imperan las divinas extravagancias del Espíritu, que sopla donde quiere. Y gracias a ello nos- otros podemos agradecerle a Dios cada noche que aún no nos hayan echado de esa casa de la que todos somos indignos. Tendremos, claro, que luchar por mejorarla. Pero sabiendo bien que siempre ha sido mediocre, que siempre será mediocre, como en las casas siempre hay polvo por muy cuidadosa que sea su dueña. No se sabe por dónde, pero el polvo entra siempre. Y uno limpia el polvo en lugar de pasarse la vida enfadándose con él.

En rigor, todas esas críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno de nosotros mismos. Lo voy a decir en latín con las preciosas palabras de San Ambrosio: «Non in se, sed in nobis vulneratur Ecelesia. Caveamos igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesie fiat» (No- en ella misma, sino en nosotros, es herida la Iglesia. Tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros fallos se conviertan en heridas de la Iglesia).

La quinta y más cordial de mis razones es que la Iglesia es -literalmente- mi madre. Ella me engendró, ella me sigue amamantando. Y me gustaría ser como San Atanasio, que «se asía a la Iglesia como un árbol se agarra al suelo». Y poder decir, corno Origenes, que «la Iglesia ha arrebatado mi corazón; ella es mi patria espiritual, ella es nú madre y mis hermanos». ¿Cómo entonces sentirme avergonzado por sus arrugas cuando sé que le fueron naciendo de tanto darnos y darnos a luz a nosotros?

Por todo ello espero encontrarme siempre en ella como en un hogar caliente. Y deseo -con la gracia de Dios- morir en ella como soñaba y consiguió Santa Teresa. Y ése será mi mayor orgullo en la hora final.

Ese día me gustará repetir un pequeño poema que escribí hace ya muchos años, siendo seminarista; un poema muy malo, pero que conservo como era porque creo que expresaba y expresa lo que hay en mi corazón:

Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas,
con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos,
con su túnica llena de pecados y manchas.
Amo a sus santos y también a sus necios
amo a la Iglesia, quiero estar con ella.
Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos,
cansada de amamantamos siempre,
un poquito arrugada de parir sin descanso.
No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja
nos lleven a otros puertos.
Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos tuyos,
sino tu sangre derramada al traemos.
Por eso cada arruga de tu frente nos enamora
y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno.
Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre,
no esperarnos palacios, ni banquetes, sino esta
casa, esta madre, esta piedra donde poder sentamos.


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