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miércoles, 22 de agosto de 2012

La relación del seminarista con el tiempo


Por Luis Alva

La tradición espiritual ha insistido siempre en la relación entre el cristiano y el tiempo, pero hoy día es preciso reafirmar con mayor énfasis que una vida auténticamente cristiana no puede prescindir de su relación con el tiempo. Vivimos hoy, ciertamente, en una época marcada por la aceleración, la velocidad y la atomización del tiempo, de manera que resulta cada vez más evidente y grave el modo patológico de vivir la relación con el tiempo. El tiempo es el enemigo contra el que se lucha o el fantasma que se persigue; el tiempo se nos escapa, perdemos el tiempo, no tenemos tiempo, estamos devorados por el tiempo; el tiempo se convierte de esta manera en el ídolo al que nos hemos alienado habitual y cotidianamente.

Pero para nosotros los cristianos el tiempo es el ámbito en el que se juega nuestra fidelidad al Señor. O sabemos vivir el tiempo, ordenarlo, sintiéndolo como don y compromiso, o somos idólatras del tiempo. En el discurrir del tiempo es donde debemos reconocer el hoy de Dios (cf. Lc 19,9; Heb 3,7;4,7); sólo “redimiendo el tiempo” (Ef 5,16) podremos sustraerlo al vacío y el sinsentido; sólo ordenando el tiempo podremos tender a la oración incesante pedida tanto por Jesús como por el apóstol Pablo (cf. Lc 18,1; Ef 6,18; 1 Tes 5,17).

El seminarista, por tanto, debe “santificar el tiempo”, es decir, disciplinar, reservar, separar de manera inteligente el tiempo para usarlo con provecho y con un fin. En la vida de seminario, vida de formación hay prioridades que deben ser establecidas, hay un tiempo que debe ser considerado central en la jornada y al que de ninguna manera se debe renunciar: un tiempo para la acción por antonomasia que edifica la comunidad, es decir, la liturgia santa, un tiempo para edificar la comunidad del seminario mediante las distintas actividades, un tiempo para estudiar, un tiempo para descansar. Sin la disciplina del tiempo –la cual constituye una verdadera “santificación del tiempo”- no hay posibilidad de vida espiritual cristiana. En efecto, muchos permanecen siempre como aficionados, sin perseverancia, contradictorios, incapaces de un crecimiento continuo, a causa precisamente de su relación alienada con el tiempo. Así pues, se comporta como “necio” –según Pablo- quien no sabe ordenar y vivir en el tiempo (cf. Ef 5, 16). Cuando  el tiempo aparece sin adventus, un aeternum continuum sin novedad esencial, tiempo que simplemente se deja pasar sin vivirlo de modo consciente y sin la convicción de la venida del Señor, entonces no hay memoria, ni espera, ni capacidad de escucha de la palabra del Señor aquí y ahora.

El tiempo, pues, no debe ser ni idolatrado ni despreciado; antes al contrario, tiene que estar ordenado y vivido con conciencia y vigilancia, al servicio del hombre y de su bien.

En la vida de seminario se corre el riesgo de hacer todo y de no hacer nada. El hacer todo, induce a una vida desordenada en la que no se percibe ninguna prioridad según la importancia objetiva y la urgencia para las diversas actividades y los variados compromisos que se deben realizar. El no hacer nada, induce a una pasividad física e espiritual, el seminarista ha perdido el rumbo de su vida en el seminario, cuando deja que el tiempo pase, cuando pierde el tiempo o dedica más tiempo a actividades muy personales (equivalentes a no hacer nada),  no existe una prioridad de actividad, existe un desequilibrio.

De esta manera no se consigue ya captar ni siquiera cuáles son las actividades prioritarias de la formación, da igual rezar que estudiar, hacer deporte que descansar. Es aquí donde todas las actividades se consuman en un torbellino que frustra la vida de relaciones humanas, de la comunidad y debilita la vida interior del seminarista. Sabe velar sobre sí mismo aquel que se autoposee y se ejercita en el autodominio. Y ejercita este dominio de sí aquel que sabe, en primer lugar y por encima de todo, dominar el tiempo.

Quiero señalar aquí que la auténtica tradición espiritual señaló siempre la primera  hora  del día como la más propicia para la oración y la lectura de la Sagrada Escritura. Esto mismo nos lo recuerda un hermoso texto de Dietrich Bonhoeffer:

Cuando se ha conseguido dar unidad a la propia jornada, ésta adquiere orden y disciplina. Es en la oración de la mañana donde hay que buscar y encontrar esta unidad, y así se pode mantener en el trabajo. La oración de la mañana decide la jornada. El tiempo perdido, las tentaciones a las que sucumbimos, la pereza y falta de coraje en el trabajo, el desorden y la indisciplina de nuestra pensamientos y de nuestras relaciones con los otros, muchas veces tienen su origen en el hecho de haber sido negligencias en la oración de la mañana[1].

Pues, siendo realistas, sabemos perfectamente que si no se ora al salir el sol, la urgencia de las acciones que nos reclaman durante la jornada nos llevan a correr el riesgo de impedirnos disponer de cualquier otra posibilidad de orar. Además, durante la jornada estamos sometidos a la humanísima exigencia de descansar, de disfrutar del bálsamo del silencio y de la soledad.

Solo armonizando con inteligencia la oración, el estudio y el descanso se puede vivir en armonía y consecuentemente se disfrutará de una comunidad armoniosa. Que cada uno, por tanto, tenga el coraje de darse una regla de vida no formalista, no legalista, sino, sabia y realista, una regla que, discerniendo los tiempo, nos ayude a vivir de una manera armoniosa las exigencias de la formación, exigencias humanas y exigencias sabáticas[2].





[1] D. Bonhoeffer, Pregare i salmi con Cristo, Querinina, Brescia 1969, 114.
[2] Si te has dado cuenta, el texto es tomado de A los presbíteros de Enzo Bianchi, Sígueme, 2005, 15-19, adaptado a la realidad de seminaristas.


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