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lunes, 27 de mayo de 2013

Seminaristas maduros, contra la pederastia y otras desviaciones

Por Luis Alva

No es un secreto que muchos sacerdotes han sido denunciados y varios de ellos condenados judicialmente por cometer "delitos", "abusos", "intentos" sexuales contra menores. Y algunos obispos han cesado de su cargo al hacerse públicas algunas denuncias por el mismo hecho. Es común y de bienestar que los "problemas familiares" se dialoguen dentro de la familia, para que por medio de este diálogo se logre una inmediata solución o al menos una debida prevención, y para esta prevención no hay lugar privilegiado que el propio seminario.

La Santa Sede a dedicado un apartado significante en su página web a esta problemática, con el título Abusos contra menores. La respuesta de la Iglesia. No es este el motivo de mi reflexión,  sólo menciono para captar lo importante que es para la Iglesia este problema, y al mismo tiempo, una preocupación urgente, por lo que no ha querido quedarse con los brazos cruzados. Y el Papa Francisco ha sido drástico al referirse sobre este tema, su intervención ha sido "coactiva", y esperamos también sea "preventiva".

Los seminaristas, los formadores y los obispos no pueden quedarse callado ante esta realidad. Esto no es un mito ni mucho menos tabú. Esto es un problema, y los problemas por más graves que sean necesitan ser solucionados. He pasado 10 años de seminarista y nunca he recibí una charla o una tutoría sobre este tema. Es un tema que se habla poco en los seminarios y lo poco que se habla no es en profundidad. Ciertamente que existen seminarios con todo un programa especializado sobre este tema. A continuación te presento un texto de los padres jesuitas Cucci Giovani y Zollner Hans, expertos en este tema. Abordan el tema de manera amplia, por eso he querido sólo presentar una parte que corresponde a la formación. 

La importancia de una formación integrada

Frente a los abusos cometidos por sacerdotes católicos surge la pregunta sobre cómo fue posible que estas personas hayan llegado a la ordenación o a la profesión religiosa. En realidad hoy resulta muy difícil identificar a un potencial pedófilo: quedan aún demasiados elementos oscuros que requieren estudios e investigaciones. A menudo se lo reconoce sólo después de verificado y comprobado el abuso. Debe también agregarse que quien tiene inclinación a la parafilia o a otros disturbios clínicos, como la pedofilia, no siempre solicita su ingreso al seminario o a la vida religiosa en la búsqueda de víctimas potenciales; muchos están atormentados por estas inclinaciones y ven en el sacramento del orden o en la consagración a la vida religiosa una suerte de mágica sanación. Pronto el pensamiento mágico se enfrenta con la realidad con trágicas consecuencias, como se advierte en el relato de quien se ha ocupado de estas tristes historias: “Los candidatos que creen que un compromiso a una vida célibe los ayudará a dejar atrás sus dificultades sexuales terminan obsesionados por el problema. ¡Cuántos abusadores de niños me han dicho que pensaban que el ministerio, el celibato, contendría sus batallas sexuales! Muchos de ellos no tuvieron problemas en los primeros diez o quince años de ministerio. Tarde o temprano, sin embargo, el problema irresuelto en el área sexual emergerá” (S. Rossetti).

De estos tristes episodios se pueden de alguna manera obtener valiosas lecciones:

-El escándalo de los abusos es doloroso, pero necesario e importante, aun purificante, para los pastores y quienes se preparan para serlo. Muchas víctimas pueden luego de muchos años comunicar finalmente su drama, el dolor, la angustia, la rabia y la vergüenza, y pueden así abrirse a la posibilidad de una mayor reconciliación. Ningún proceso o resarcimiento podrá jamás sanar estas heridas devastadoras. Algunos gestos pueden resultar sin embargo importantes. Para esto es de gran valor y significado la decisión de acoger y escuchar a las víctimas de los abusos, como lo hizo repetidamente Benedicto XVI.

-Es importante que la Iglesia reconozca la gravedad de lo ocurrido, no sólo castigando a los abusadores, sino sobre todo preguntándose qué sacerdotes quiere tener y qué hacer para formarlos sanamente, haciéndolos apóstoles idóneos, capaces de inclinarse ante las heridas y el sufrimiento de las personas que les son confiadas. Esto exige elegir con cuidado y atención a los posibles candidatos y acompañarlos adecuadamente para que puedan vivir el celibato. También es necesario afrontar el desafío espiritual subyacente: ¿qué es lo está en el centro de la fe?

-La Iglesia, cuando comunica con solicitud y transparencia su pesar por las víctimas, su compromiso por la ayuda terapéutica y su disponibilidad para colaborar con las autoridades civiles, puede también favorecer una mayor claridad y razonabilidad en la discusión pública. (Cfr. el procedimiento seguido en las arquidiócesis de Mónaco, Colonia y Bolzano, donde los obispos han adoptado una actitud que se podría definir como “proactiva”, es decir, de colaboración preventiva en relación con las autoridades y los medios).

-Celibato y pedofilia carecen de relación causal. Esto se demuestra, como dijimos, en el hecho de que, quienes han cometido actos de pedofilia son en su mayoría casados y tienen hijos; tampoco los sacerdotes que cayeron en tales prácticas vivían en castidad.

-Otra enseñanza de carácter más general, vinculada a esta tristísima experiencia, es que los sacerdotes deben tomar mayor conciencia del rol público que están llamados a desempeñar y de las repercusiones de sus determinaciones, tanto como de sus opiniones y sus juicios. Aceptado esto, debe agregarse sin más que este episodio doloroso requiere un atento screening (filtrado) además de la adecuada preparación de formadores y superiores que tienen la responsabilidad de admitir a quienes solicitan su ingreso al ministerio, ya que la solicitud puede encubrir graves dificultades en la sexualidad o en la personalidad en general.

Se trata de conocer al candidato también en su dimensión humana, especialmente en el área afectiva  sexual. Más generalmente, desde el punto de vista de las ciencias humanas, se trata de observar la madurez afectiva y el equilibrio general y el dominio de los propios impulsos, requisitos fundamentales del hombre de Dios, como repetidamente los recuerdan los documentos de la Iglesia, incluyendo los recientes.

De aquí surge la importancia de un encuentro entre intelecto, afectos y voluntad en la experiencia de fe, según lo que indicaba Juan Pablo II como característica fundamental del sacerdote formado: “La promesa de Dios es asegurar a la Iglesia no sólo pastores, sino pastores “según su corazón”. El “corazón” de Dios se ha revelado a nosotros plenamente en el corazón de Cristo buen pastor […] La gente necesita salir del anonimato y del miedo, necesita ser conocida y llamada por su nombre, caminar segura los senderos de la vida, ser reencontrada si se ha perdido, ser amada, recibir la salvación como supremo don de Dios: justamente esto es lo que hace Jesús el buen Pastor” (Pastores dabo bobis). En tal representación apasionada del ideal del hombre llamado por Dios, puede manifestarse un indudable signo de honestidad y rectitud en el reconocimiento y el trabajo humilde, acompañado del deseo para superar eventuales obstáculos que tornan más difícil la libre respuesta al llamado. 



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