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jueves, 1 de noviembre de 2012

Verme en el otro... ¿ME INCOMODA?


Por J. Roberto Ávila
Fuente: Almas.mex 

La existencia de vínculos afectivos más o menos profundos es una condición para la vivencia de la comunidad, especialmente en un ambiente formativo como es el seminario, en el cual se está en permanente interacción con los compañeros. En este sentido podríamos hablar de una coexistencia, es decir, un compartir el momento y espacio rumbo al sacerdocio, sin embargo hay algo que la mera coexistencia no garantiza: el establecimiento y la calidad de los vínculos afectivos. La dificultad radica en que los vínculos se pueden deteriorar por actitudes o conductas que muchas veces tienen su raíz en experiencias pasadas y de las que no se tiene tanta conciencia.

Las distintas experiencias que tenemos a lo largo de la vida, principalmente en la interacción con los padres o cuidadores, van modelando en nosotros un patrón de respuesta, así como actitudes y conductas en nuestras relaciones interpersonales. Esas primeras experiencias se vuelven un referente, una base desde la cual nos vincularemos siempre.

Para saber cómo me afectaron esas interacciones pasadas, es necesario que me pregunte cómo es la calidad de los vínculos que tengo con los demás: ¿hasta que punto estoy realmente dispuesto a abrirme al otro y a asumir la vulnerabilidad que genera la experiencia del amor, la experiencia de la unión? En ocasiones se han puesto ciertas barreras, debido a desconfianza e inseguridad, situación que dificulta la empatía y la intimidad emocional en el seminario.

Las barreras emocionales que ponemos lo seres humanos en nuestros vínculos afectivos, nos hacen sentir “protegidos” de la vulnerabilidad que implican el vínculo de apego. Hay una memoria afectiva, la cual generalmente actúa de manera inconsciente, moviéndonos a tener actitudes que resultan ser un tanto desconcertantes, incomprensibles o evasivas con los demás.

 ¿Qué actitudes de este tipo podría estar teniendo con los compañeros del seminario?

•Guardarse emocionalmente. Esta es una de los mecanismos más fáciles de camuflar. Puede ser, por ejemplo, que no me involucre en las actividades de convivencia o me mantenga callado, retirándome pronto. Guardo mis alegrías, temores, debilidades, ansiedades y no los comparto con nadie.  Casi nadie es digno de mi confianza.
•Estar a la defensiva o demasiado susceptible. Reacciono con ira ante el menor estímulo o comentario de un compañero.
•Hago suposiciones. Pienso que un compañero está en contra de mí o que los formadores no me quieren, aunque tal vez no tenga razones objetivas para ello.
•Rechazo. No sé exactamente por qué pero me disgusta que los demás quieran ayudarme, acercarse a mí o simplemente hablar. No sé que hacer en estos casos o cómo debo actuar. Me muestro huraño o rígido.
•Actitud de tú o yo. Estoy en constante actitud de querer ganar. En las clases o el fútbol quiero ser siempre el número uno, el que tiene el balón y me cuesta trabajar en equipo, inclusive, en la pastoral busco resaltar.
Estas actitudes que hemos mencionado, es posible que se estén realizando de manera inconsciente. Por ello, sería interesante hacer un análisis o introspección. Además, este tipo de cosas sólo se pueden identificar del todo cuando nos abrimos a la retroalimentación de los demás, de cómo nos ven ellos, que son nuestro espejo. Otro recurso es detectar las reacciones que tienen los demás ante nuestra presencia: ¿son de gusto, indiferencia, alegría, disgusto, rechazo? Asimismo, es bueno buscar un amigo de confianza y que sea sincero, para que nos diga cómo nos percibe.

Para reflexionar: ¿qué tan cómodo me siento cuando estoy con los compañeros del seminario? ¿reconozco actitudes de evasión o aislamiento emocional?

Para profundizar:  Heredia A., Bertha (2005), Relación madre-hijo: el apego y su impacto en el desarrollo emocional infantil, México: Trillas, 144 p


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