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miércoles, 1 de febrero de 2012

Crisis del Derecho Canónico


Por: Lic. Pbro. Alejandro Preciado Muñoz


Los síntomas de la crisis, de ayer y de hoy, presentan el problema del derecho en la vida de la Iglesia no sólo a nivel teórico sino también práctico de la existencia cristiana. La crisis del derecho canónico está afectando perturbadoramente el estar y el vivir en la Iglesia de muchos cristianos: clérigos y laicos. No sólo no se observa y se violan constantemente sus preceptos, sino que hasta se trata de justificar teológicamente la desobediencia y la indisciplina. El fenómeno de la indisciplina no es nuevo, lo que sí es realmente nuevo es que un sector muy considerable del clero trate de promover la indisciplina como cristianamente necesaria, como un postulado de la acción pastoral.
Yo creo que por primera vez en la historia de la Iglesia se está dando el fenómeno paradójico de que los mismos responsables de la comunidad se hayan convertido en los protagonistas de su disolución. Esto ocasiona que el cristiano sencillo, fiel a la Iglesia, se sienta cada vez más desorientado e incómodoen la Iglesia postconciliar. La crisis es compleja y honda: es una crisis de la conciencia misma y de la autoconcepción de la Iglesia. Ni el movimiento de contestación juvenil (mayo del 68) ni el movimiento ecuménico tras Vaticano II pueden haber inspirado ideológicamente la crisis, por lo que la contestación pudo influir en las características existenciales de la crisis, y en la proveniencia protestante de algunas de las tesis.
La crisis es una crisis eclesiológica sobre la comprensión de la Iglesia en sus aspectos histórico-espirituales, se trata de una versión vulgarizada de las viejas antinomias teológicas del pensamiento protestante: ley contra evangelio; Iglesia invisible y espiritual contra la Iglesia visible y jurídica; ecclesia iuris contra ecclesia caritatis; clásica antítesis de la antropología luterana entre ley y libertad cristiana, detectada y explotada eclesiológicamente por Rudolph Sohm en su Derecho eclesiástico de 1892.
A los diez años de la promulgación del CIC, se hablaba ya de una renovada crisis del derecho canónico, asimismo se hablaba de una crisis no tanto del derecho en cuanto tal como de la aplicación del derecho canónico y de la observancia de las normas. Sus causas se deben al  espiritualismo eclesiológico para el que la Iglesia no es esencialmente otra cosa que obra del Espíritu y el positivismo jurídico para el que no hay más derecho que el estatal, es decir el concebido unívocamente desde la experiencia jurídica del Estado. Así llegamos a una falsa comprensión de la Iglesia y del derecho. Y junto a esto la crisis de método al adoptar el método positivo con el riesgo de mundanización; y la crisis de fe.


Algunos canonistas, clérigos y laicos, ven negativamente el derecho porque coacciona o restringe. Una realidad externa que limita la libertad y la autonomía de la persona, es decir  el derecho es considerado como la manifestación concreta de la fuerza coercitiva de un sistema de poder organizado o incluso como expresión del arbitrio del más fuerte. Para esta visión del derecho, el derecho aparece como una realidad que puede ser manipulada, determinada por la ideología de quien tiene en sus manos el poder.


Otros lo ven positivamente al derecho y lo consideran como necesario para asegurar el orden. Al mismo tiempo, el derecho se revela al hombre como un instrumento indispensable para garantizar, a través de la imposición de ciertos límites a la libertad individual, el orden y la paz en la convivencia de las personas. El derecho aparece así como un factor social de fundamental importancia. La ley aparece como elemento de equilibrio y expresión humana de una justicia superior que trasciende los intereses individuales.

La preeminencia de los aspectos negativos ha provocado con frecuencia, desde los orígenes de la Iglesia (basta pensar en la crisis montanista, en el espiritualismo franciscano de Joaquín de Fiore, o en la reforma de Wycliff y Hus), la aparición de muchos movimientos espiritualistas (espiritualismo eclesiológico) que exageran la tensión (“aut-aut” propia de Lutero y no “et-et” propia del mundo católico) entre: caritas y ius, contingente y trascendente, particular y universal, histórico y escatológico, institucional y carismático.

Tensiones o conflictos que explotaron luego con la Reforma protestante y cristalizaron en la contraposición establecida por Lutero, a nivel soteriológico, entre ley y evangelio, ecclesia abscondita o spiritualis y ecclesia universalis o visibilis.
 Pues bien, la contraposición luterana entre ley y evangelio, que tiene su origen en el dualismo eclesiológico entre una iglesia espiritual-oculta y una iglesia visible-universal, impide a la teología protestante reconocer al derecho canónico[1] cualquier valor salvífico. Lutero redujo la fuerza soteriológica del derecho al ius divinum que existe sólo en la iglesia espiritual que carece de derecho humano. Por su parte, en la iglesia universal o visible, como también en el Estado, existe sólo un derecho humano que no vincula la conciencia del cristiano, éste sólo es requerido por las razones de la necesidad sociológica de regular la coexistencia de los cristianos, como si fueran simples ciudadanos).
Más aún, al haber expulsado Lutero al Derecho canónico del contenido de la fe por haber negado todo vínculo entre el elemento jurídico de la Iglesia y el dogma: al final, se llegó a la negación radical de Rudolph Sohm (1841-1917)[3]para quien “el Derecho canónico se ha mostrado como un ataque a la esencia espiritual de la Iglesia. La naturaleza de la Iglesia es espiritual, la del derecho es mundana. La naturaleza del derecho canónico está en contradicción con la naturaleza de la Iglesia. Es la tesis fundamental de la contradicción inherente a la esencia entre la Iglesia y el Derecho, es decir la negación más radical de la posibilidad del derecho de la Iglesia.










[1]  Cfr. Antonio María Rouco Varela,  Teología y Derecho; “Antinomia”, pp. 23-37. Véase también Libero Gerosa,  “El derecho de la Iglesia”,  pp. 19-25; 343.
[2] Considerado como un elemento humano del que la realidad eclesial no puede prescindir del todo.
[3] Sohm era un jurista, no un teólogo. Su formación universitaria, su labor docente e investigadora se desarrollaron casi exclusivamente en el marco científico y espiritual de la Facultad de Derecho de fines del siglo XIX. Su concepción del derecho bebía pues de las ideas vigentes en el mundo jurídico de su época: el positivismo jurídico. Sohm carecía de una sólida formación teológica, pero tenía una personalidad apasionadamente religiosa. Era un jurista de profesión y únicamente un teólogo de afición.


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