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sábado, 31 de marzo de 2012

Situación actual: el Sínodo de 1990 y la "Pastores dabp vobis" de Juan Pablo II


Situación actual: el Sínodo de 1990 y a “Pastores dabo vobis” de Juan Pablo II

Con la promulgación del nuevo Código  podemos decir que el proceso de renovación de los principios y métodos de la formación sacerdotal que comenzó con el concilio Vaticano II se ha llevado a cabo al menos desde el punto de vista normativo.


La realización concreta de las directrices conciliares presenta distintas modalidades según los contextos culturales y eclesiales. Se han hecho muchos experimentos relacionados con la formación intelectual, la organización de la vida comunitarias y con la actividad pastoral. Después de la promulgación del Código, la Congregación para la educación católica ha revisado la Ratio fundamentalis post conciliar y ha publicado una versión actualizada el 19 de marzo de 1985. La nueva “Ratio” es el punto de referencia para que las conferencias episcopales ajusten la organización de los seminarios a las nuevas normas. Sin embargo, en los años ochenta, el cambio de los escenarios culturales, políticos y religiosos plantean nuevos “retos” a la Iglesia contemporánea. En Europa, la caída del comunismo soviético en 1989 ()cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, cap. III, El año 1989, nn. 22-29) abrió nuevos espacios de libertad y nuevas oportunidades positivas, pero también nubarrones sobre el tejido europeo. Por eso escribe Juan Pablo II en la Christifidelis laici: “las situaciones económicas, sociales, políticas y culturales plantean problemas y dificultades más graves de que las que describe Gaudium et spes” (n. 31).


La comunidad humana se enfrenta a grandes desafíos: el desafío político o de los derechos del hombres; el desafío cultural, o de apertura a la universalidad sin renegar de las raíces nacionales; el desafío moral y espiritual para salvaguardar los valores éticos y religiosos en una sociedad secularizada; el desafío económico para superar la gigantesca sima entre el norte y el sur.


A la Iglesia se le plantea también retos igualmente fuertes, sobre todo el reto de la nueva evangelización, entendida como impulso misionero hacia todos los pueblos o como reinculturación del Evangelio en las comunidades donde la descristianización  es mas que un peligro real.


El papa Juan Pablo II no deja de habla desde hace más de diez años de la urgencia de una “nueva evangelización”, una expresión ya recurrente en el lenguaje eclesial. Dicha urgencia implica ineludiblemente sobre todo a la formación sacerdotal. No se puede limitar a “presuponer” la  fe, sino que hay que preparar presbítero capaces de “proponer” la fe en esta “hora magnífica y dramática de la historia, en la inminencia  del tercer milenio” (ChL3), en un periodo de nuevo “adviento, “para preparar esa nueva primavera de vida cristiana que deberá revelar el Gran Jubileo” (cf. Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 10.11.1994, n. 18). Por estas razones, el Sínodo de los obispos de 1990 abordó la preparación sacerdotal, haciendo una seria y fecunda reflexión sobre el papel de los seminarios como comunidades formativas, que participan activamente en el proyecto de una nueva evangelización. Como fruto de los trabajos de la VII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispo, el 25 de marzo de 1992, el papa Juan Pablo II dirigió al episcopado y a los fieles una exhortación apostólica postsinodal sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, con un título significativo: Pastores dabo vobis (PDV).


Este documento es un punto firme de orientación doctrinal y pastoral para la vida de los seminarios a comienzos del tercer milenio. La identidad sacerdotal –como toda identidad cristiana. Tiene su fuente en la santísima Trinidad: “Pues el presbítero, en virtud de su consagración que recibe con el sacramento del orden, es enviado por el Padre por medio de Jesucristo, a quien está configurado de forma especial como Cabeza y Pastor de su pueblo, para vivir y actuar en la fuerza del Espíritu santo al servicio de la Iglesia y para la salvación del mundo”  (PDV 12). “Los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, actualizando su estilo de vida” (PDV 15), en cuanto son “una representación sacramenta de Jesucristo Cabeza y Pastor”, cuya palabra proclaman con autoridad (PDV 15). Actúan en nombre de la Iglesia, que es el cuerpo de  Cristo, los presbíteros colaboran responsablemente en el ministerio del obispo y ayudan al pueblo de Dios a “ejercer con fidelidad y plenitud el sacerdocio común”. En este sentido, el sacerdocio de los presbíteros es un sacerdocio ministerial (cf. PDV 23).

El presbítero da testimonio de la caridad pastoral tanto en su relación de comunión con sus hermanos, a quienes le une el vínculo de su pertenencia al presbiterio, según el modelo de la comunidad de los apóstoles reunidos en torno a Cristo, como en el trabajo apostólico al servicio del pueblo de Dios. Pues el sacerdote no es enviado a los hombres como un individuo aislado, sino como parte de una comunidad apostólicas reunida alrededor del obispo, que preside en la caridad. El presbítero vive esta caridad pastoral ante todo ante todo como ministro de la palabra de Dios –debe ser el “primer creyente en la Palabra” (PDV 26s)-, como celebrante de la penitencia y de la eucaristía, como orante del pueblo de Dios en la celebración de la liturgia de las horas, como guía del rebaño que se la ha confiado (ibid.). La existencia sacerdotal debe caracterizarse por el radicalismo evangélico practicando la obediencia “apostólica” a la Iglesia (al obispo para los sacerdotes diocesanos; n. 28), observando la castidad por el reino de los cielos en el celibato (n. 29) y viviendo la pobreza evangélica (n. 30). De ahí la necesidad de una formación que haga que los candidatos sean conscientes de los objetivos que han de alcanzar después de decir sí a la vocación sacerdotal ingresando en el seminario.


domingo, 25 de marzo de 2012

El valor del celibato tutelado por el derecho canónico

El celibato sacerdotal «que la Iglesia guarda desde hace siglos como perla preciosa […]» (SC 1), explicitada como obligación a los sacerdotes en el Derecho Canónico (c. 277), no agota su significado. Esta formulación de obligatoriedad expuesta en el derecho canónico parece ser que se ha entendido en el sentido que se trata de un deber, de una ley que deben aceptar quienes deseen ser sacerdotes,ignorando que el celibato es un carisma, un don de Dios, aún más, que quienes guardan obediencia a la obligación del celibato, tienen el carisma correspondiente[1]. Sin embargo, el celibato está formulado en el Código como una obligación (c. 277 De las obligaciones y derechos de los clérigos, Libro II, Parte I, Título III, Capítulo III), pero no de manera aislada, sino que se complementa con otras normas que implican al celibato (como la preparación (c. 247; cuidados para con el celibato c. 277 §§ 2 y 3; lo que implica la castidad c. 599; delitos contra el celibato cc. 1394,1395), de tal forma que no es una obligación aislada, sino que además proporciona los medios para poder vivir esa obligación.
             La Iglesia a pesar de las situaciones consideradas adversas a la disciplina del celibato, no ha dejado de manifestarse a favor del celibato clerical. El Papa, Obispos y presbíteros, consideran en su lenguaje un aprecio por este maravilloso don de Dios a su Iglesia. Recientemente la Congregación para el clero emitió una carta dirigida a los Obispos, donde comunica las nuevas facultades concedidas a ella por el Papa Benedicto XVI. Esta carta de la Congregación para el clero quiere honrar la misión y la figura de los sacerdotes que se esfuerzan por ser fieles a su propia vocación y misión. Los tres primeros números de la carta constituyen el fundamento del documento, y es allí donde luego de exaltar la figura del sacerdocio ministerial, resalta el celibato sacerdotal, refrendado por el Concilio Vaticano II para la Iglesia de rito latino; asimismo,  señala que corresponde al Obispo velar porque la disciplina de la Iglesia se observe, actuando con prontitud y diligencia[2].
Por lo que, para una comprensión más profunda del celibato se tiene que remitir a la identidad misma del sacerdote; desde allí se podrá comprender el motivo teológico del celibato sacerdotal, pues la voluntad de la Iglesia en este aspecto encuentra su último motivo en la unión de especial conveniencia que el celibato tiene con la Ordenación sacerdotal, la cual configura al sacerdote con Jesucristo, cabeza y Esposo de la Iglesia[3].
A partir de esto, se puede considerar tres aspectos fundamentales que se tienen que valorar para una mejor presentación de la obligatoriedad del celibato. En primer lugar, hay que profundizar la identidad del sacerdote, la misión del sacerdote y la preparación del sacerdote. Hablar de la realidad del celibato es hablar de estos tres elementos fundamentales del sacerdote; no se puede considerar el celibato como una dimensión aislada ni mucho menos no constitutiva al sacerdote.

Naturaleza de la vocación sacerdotal

La PDV en el número 42 reconoce la raíz de la vocación sacerdotal en el diálogo entre Jesús y Pedro (Cf. Jn 21); formarse para el sacerdocio, significa  habituarse a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: ¿Me amas? La respuesta –para el futuro sacerdote- no puede ser otra que el don total de la propia vida. El punto de partida es que la vocación sacerdotal no es una elección humana, sino una llamada divina, es la entrada sobrenatural de Dios en la existencia humana. En consecuencia, la vocación sacerdotal es, por tanto, un evento sobrenatural de gracia, una intervención libre y soberana del Señor que llamó a los que quiso y ellos le siguieron. Eligió a doce para que estuvieran con él y para enviarles (Mc 1,13) (cf. PDV 65). La libertad humana responde a este acontecimiento sobrenatural adhiriéndose a la divina voluntad. Siguiendo a la PDV 42, se puede decir que como fundamento de la vocación sacerdotal está la relación de inmenso amor, apasionado, exclusivo, totalizante, entre Cristo el Señor y el llamado. Sin esta experiencia, que cambia y da sentido, no hay auténtica vocación, es decir, no hay una verdadera comprensión del potente actuar de Dios en la vida de cada uno. La vocación nace, crece, se desarrolla, se mantiene fiel y fecunda sólo en estrecha relación con Cristo. Desde la adoración de la presencia real, la inteligencia debe entender que es Jesús de Nazaret, Señor y Ungido, la única verdad total, el único Salvador. En la adoración de la presencia real, el corazón debe sentir la exclusividad del amor. Un amor que incendia todo en nosotros y a nuestro alrededor.
La verdadera raíz del celibato está en este amor. Lejos de ser una mera norma disciplinar, el sagrado celibato, o mejor, la virginidad por el reino de los cielos, es la traducción existencial de la Apostolica vivendi forma que, imitando al mismo Jesús, pone a Dios en el primer amor y único lugar, incluso en los afectos. En definitiva, desde la adoración de la presencia real se comprende incluso el sentido profundo de la disciplina eclesiástica, es decir, del ser discípulos de Cristo en la Iglesia. La tan vituperada disciplina eclesiástica no es más que saber ser discípulo. Se debe recuperar urgentemente las raíces hechas de amor a Cristo y a las almas por Cristo[4].

Misión sacerdotal

En el documento Deus caritas est, el Santo Padre Benedicto XVI ha proclamado la urgencia de superar toda reducción funcional y activista del trabajo eclesial, y especialmente del ministerio sacerdotal. Lo específico de la vocación sacerdotal, esencial e imprescindible para la vida y la identidad de la Iglesia, postula como lógica consecuencia lo específico del camino de santidad que todo sacerdote está llamado a recorrer a través del ejercicio de su ministerio.
Por esto es preciso que se  redescubra el sentido de la centralidad de la Eucaristía: fuente y culmen de todo ministerio sacerdotal, y a la, vez, centro propulsor de la vida moral y de la santificación del clero; que el ministerio no sea distinto de la vida del sacerdote quien, en cada actividad, debe mantener siempre un estilo sacerdotal, como si siempre estuviera sobre las gradas del altar: en el trato humano, en el lenguaje, en el traje propio, en el actuar constantemente como lo hace el Bueno Pastor que se ofrece por las ovejas, que no es nunca un mero administrador o, lo que es peor, un mercenario capaz de apartar a las ovejas del redil de la santa Iglesia. Tal trato humano no nace de un esfuerzo improvisado sino de la conciencia, debidamente educada, de ser por pura gracia y misericordia divina, un alter Christus que peregrina por los caminos del mundo. De un buen sacerdote, se deduce una buena pastoral. Todos los hombres son llamados a formar parte del rebaño de Cristo. El sacerdote llega a ser santo actuando en esa dirección, viviendo, sufriendo, ofreciéndose para que todos los que le hayan sido confiados, y aun los que encuentra, puedan lograr una verdadera experiencia de Cristo a través de su ministerio y de su trato humano.
El sacerdote no puede refugiarse en la soledad o el aislamiento, no puede pensar que la edad canónica del retiro coincida con dejar de trabajar por el bien de las almas. El sacerdocio ministerial modifica ontológicamente la identidad de quien lo ha recibido. Se es sacerdote para siempre, incluso más allá de la muerte. Ningún ministerio, ni el más teológicamente cualificado, admitiendo que se trate de sana teología, podrá nunca sustituir al sacerdote. Por ello es preciso que se eduque en esa conciencia. Que renueve su pertenencia a Cristo y el amor por la Eucaristía que, por pura gracia puede celebrar. Que ame el confesionario como lugar, como servicio, como identificación con Cristo misericordioso, dador del amor trinitario[5].

La formación de los seminaristas

Por mucho tiempo y en demasiados lugares, se ha dejado que el mundo educase a los seminaristas, dejados, abandonados a la ósmosis con el clima difuso de una sociedad relativista, hedonista, narcisista y, en definitiva, anticatólica. De tal modo se ha permitido que el mundo condicionase el pensamiento de los seminaristas, su modo de hablar, el criticar y juzgar a la Madre, la Iglesia, el ceder a categorías histórico-políticas, impuestas por la hermenéutica de la discontinuidad, dentro del único sujeto eclesial, incluso el vestir, el cantar, un cierto irresponsable sexualizar, con un uso inmaduro y superficial de la gestualidad, todos ellos aspectos copiados del mundo. Bien se sabe que el espíritu del mundo y el de Dios son opuestos. El lugar teológico no es el mundo, sino la Iglesia, presencia de Cristo en el mundo; de aquí surge una pregunta apremiante ¿en qué se diferencia algunos seminaristas de los demás hombres de su edad que no están en un seminario? Se ha creado no una herejía, lo que habría hecho reaccionar rápidamente a la Iglesia, sino un clima general, una niebla que lo rodea todo, haciendo imposible ver y distinguir con claridad entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el vicio y la virtud. Se puede encontrar una analogía para entender aquello que, primero a nivel filosófico y después divulgativo, ha ocurrido con el término moderno: una realidad, en lenguaje común, es buena si es moderna. No importa que sea verdadera o falsa, que promueva verdaderamente al hombre o lo dañe; en consecuencia, es necesario que sea moderna para que resulte simpática y encuentre acogida en las mentes, los corazones y las costumbres.
Lo mismo ocurre en algunos ambientes eclesiales: basta utilizar locuciones que hoy son ya famosas: después del Concilio o según el Concilio y nadie osa ni siquiera comprobar si aquella noble asamblea de Padres haya hecho nunca determinadas afirmaciones. Baste pensar en algunas palabras claves con las que son humillados, y se pierden óptimas vocaciones: es muy rígido, demasiado ligado a las formas, no está abierto a la diversidad, está demasiado convencido, no tiene dudas, no ha elaborado críticamente la fe, rompe la comunión, etc. Por lo tanto, es necesario y urgente acabar con los equívocos y llamar al pan, pan y al vino, vino, porque si no hay claridad en los síntomas, no se puede hacer un diagnóstico y no se podrá construir un modo auténticamente católico y moderno de formar al futuro clero del mundo. En definitiva, el aprecio y esfuerzo por vivir el celibato sacerdotal, implica muchos elementos; valorarlo significa valorar la propia identidad del sacerdote, valorar la misión de los sacerdotes, valorar la formación de los futuros sacerdotes.[6]

Conclusión

·        Quebrantar la obligación del celibato provoca escándalo y daño a las almas, ante lo cual el derecho de la Iglesia reacciona también penalmente, aun cuando la sanción penal sea siempre la última ratio.
·        La norma penal pretende tutelar el bien jurídico eclesial protegido, restaurar el orden público lesionado por la conducta delictiva del infractor y reparar el daño causado a la sociedad eclesial, con toda la carga pedagógica que eso lleva consigo para los fieles.
·        Dejar pasar el tiempo o soslayar el delito, sin asumir la importancia del asunto, origina casi siempre consecuencias traumáticas difíciles de reparar más tarde. Crisis recientes bien conocidas, que han tenido un considerable impacto mediático, dan la magnitud de esta cuestión.






[1] Cf. Dionisio Borobio, Los ministerios en la comunidad, 266.
[2] Cf.  Mario Medina Balam, «Notas-guía para su lectura [Congregación para el Clero, Nuevas facultades especiales concedidas por el Papa Benedicto XVI (30 de enero de 2009)]», en RMDC 15/1 (2009) 168-169.
[3] Ibid.
[4] Cf. Mauro Piacenza, «Desafíos a la formación sacerdotal, hoy. Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial», en Seminarios 54/189-190 (2008) 20-24.
[5] Cf. Ibid., 26-27.
[6] Cf. Ibid., 25.


Necesidad de la monición previa para la válida imposición de la censura c. 1347

El c. 1347 Establece que «no puede imponerse válidamente una censura si antes no se ha amonestado al menos una vez al reo para que cese en su contumacia, dándole un tiempo prudencial para la enmienda». Aquí «se contempla la necesidad de la monición previa para la válida imposición de las censuras. Su finalidad es que el reo sea advertido de su situación para que cese en su contumacia[1]; se debe hacer al menos una vez y se debe dejar un plazo de tiempo prudencial para la enmienda»[2]. Asimismo, el § 2 señala: «se considera que ha cesado en su contumacia el reo que se haya arrepentido verdaderamente del delito, y además haya reparado convenientemente los daños y el escándalo o, al menos, haya prometido seriamente hacerlo». Aquí, «la contumacia comporta una especial pertinacia u obstinación en el ánimo delictivo: se extingue cuando hay arrepentimiento y reparación de los daños producidos»[3]


[1] Entiéndase aquí por contumacia la voluntad de permanecer en estado delictivo. Cuando cesa, cesa también la pena que de ésta se deriva por ser un elemento (la contumacia) de las penas medicinales.
[2] F. Aznar Gil, «comentario al c. 1347», en Código de derecho canónico, 776.
[3] Ibid.


Delitos relativos a la violación de la castida del celibato

En el CIC hay dos delititos tipificados relativos a la violación de la obligación del celibato: los contemplan los cánones 1394 y 1395.


La tentativa del matrimonio (c. 1394)


El canon 1394  § 1,  se refiere a la tentativa del matrimonio: «El clérigo que atenta matrimonio, aunque sea sólo civilmente, incurre en suspensión latae sententiae;y si, después de haber sido amonestado, no cambia su conducta y continúa dando escándalo, puede ser castigado gradualmente con privaciones o también con la expulsión del estado clerical».

El sacerdote que cometa este delito queda removido ipso iure del oficio eclesiástico (canon 194 § 1, 1º y 3º). Esta medida tiene carácter de sanción disciplinar, no de pena latae sententiae, pues el canon 1336 § 2 prohíbe imponer la privación del oficio (con carácter penal) por vía automática. Quien cometiera este delito incurre automáticamente en suspensión. Si el sacerdote no cambia de conducta, gradualmente puede ser castigado con penas expiatorias hasta llegar a la expulsión del estado clerical[1].

En cuanto a los religiosos, el canon 1394 § 2 manifiesta que: «El religioso de votos perpetuos, no clérigo, que atenta contraer matrimonio aunque sólo sea el civil, incurre en entredicho latae sententiae, además de lo establecido en el c. 694».


El canon 1395  § 1 dice que:

El clérigo concubinario, exceptuado el caso del que se trata en el c. 1394, y el clérigo que con escándalo permanece en otro pecado externo contra el sexto mandamiento del Decálogo, deben ser castigados con suspensión; si persiste el delito después de la amonestación, se pueden añadir gradualmente otras penas, hasta la expulsión del estado clerical.

            El concubinato se entiende como «la relación entre un varón y una mujer, mantenida únicamente por motivaciones con fines sexuales, con una cierta continuidad o permanencia, de manera que presente un status, alguna similitud con la vida matrimonial, si bien sin ninguna intención material»[2]. «Tal relación, caracterizada principalmente por un interés sexual, es distinta de las denominaciones “uniones matrimoniales irregulares” (Cf. CF 80-84), y es indiferente que vivan o no bajo un mismo techo y que se trate de un hecho público u oculto»[3]. No se trata pues, de un pecado aislado u ocasional, sino de un pecado que tiene cierto carácter de estabilidad, es decir permanente y/o habitual, como sucede precisamente en el citado caso del concubinato[4]. Respecto a la pena, a tenor del c. 1395  § 1, es la suspensión, que, al ser ferendae sententiae, exige una amonestación previa para ser impuesta válidamente (canon 1347 § 1). Si el sacerdote persiste en su conducta, se le pueden añadir otras penas, inclusive las expulsión del estado clerical[5].  


Delito permanente contra el sexto mandamiento con escándalo (c. 1395 § 1)

Este delito «consiste en cualquier otra violación contra el sexto precepto del Decálogo con tal que se trate de una situación permanente y que comporte escándalo, lo que implicará publicidad de la situación»[6]. Aquí el elemento cualificador del delito es el escándalo que pueda producirse en el ambiente o lugar de los hechos, causando no sólo una ofensa objetiva de la virtud, sino también causando un malestar fáctico y un daño moral en los fieles que conocen la situación o son testigos del comportamiento desordenado. Sin embargo, para que se produzca el delito es necesario finalmente como lo exige el propio canon, que el pecado sea externo[7]. La pena establecida es la misma que en el caso anterior (concubinato).


Otras violaciones del sexto mandamiento del Decálogo c. (1395 § 2)

Por otra parte, el c. 1395 § 2 señala que «El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera».

Se trata de otros delitos realizados contra el mismo mandamiento y no previstos en la hipótesis anterior, es decir, que no reúnan las notas de permanencia y de escándalo, y que se hayan realizado con determinadas características (violencia o amenaza o públicamente o con un menor de edad)[8]. En este caso «es legítimo concluir que el legislador quiere dar relevancia, sin más, al acto concreto en el que se verifican las señaladas modalidades o causas agravantes»[9]. «La pena establecida es preceptiva indeterminada. Se entiende además, que es de aplicación el c. 1329 para los cómplices en estos delitos»[10]. En este caso, el legislador  no establece una pena determinada, pues se limita a establecer que debe ser impuesta una pena –por tanto de trata de una pena preceptiva-, y que esta deba ser justa, sin excluir la expulsión de estado clerical cuando los extremos de la comisión del delito lo requieran[11]. Por otra parte, «el c. 695 también penaliza el religioso que comete estas acciones. El delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cometido por un clérigo con menor de dieciocho años (c. 1395 § 2) está reservado a la Congregatio pro Doctrina Fidei»[12].




[1]  Cf. Javier Fronza, «El celibato don propuesta y tarea», 154.
[2] F. Aznar Gil, «comentario al c. 1093», en Código de derecho canónico, BAC, Salamanca 20085, 632.
[3] F. Aznar Gil, «comentario al c. 1395», en Código de derecho canónico, BAC, Salamanca, 20085, 798.
[4] Giuseppe Di Mattia, «Comentario al c. 1395», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. IV/1, 581.
[5] Cf. Javier Fronza, «El celibato: don propuesta y tarea»,155.
[6] F. Aznar  Gil, «comentario al c. 1395», en  Código de derecho canónico, 798.
[7] Giuseppe Di Mattia, «Comentario al c. 1395», en Comentario exegético del derecho canónico, BAC, Salamanca 20085, 581.
[8] Cf. F. Aznar  Gil, «comentario al c. 1395», en  Código de derecho canónico, 798.
[9] Giuseppe Di Mattia, «Comentario al c. 1395», en Comentario exegético del derecho canónico, 581-582.
[10] F. Aznar  Gil, «comentario al c. 1395», en  Código de derecho canónico, 798.
[11] Giuseppe Di Mattia, «Comentario al c. 1395», en Comentario exegético del derecho canónico, 582.
[12] F. Aznar  Gil, «comentario al c. 1395», en  Código de derecho canónico, 798.


La asunción pública de la obligación del celibato c. 1037


La asunción pública de la obligación del celibato (c.1037)




El celibato apostólico es un compromiso para toda la vida aceptado con responsabilidad personal, pues «es natural -afirma Juan Pablo II- que tal decisión obligue no sólo en virtud de la ley establecida por la Iglesia, sino también en unción de la responsabilidad personal. Se trata aquí de mantener la palabra dada a Cristo y a la Iglesia»[1].

Sigue afirmando el Papa:




Todo cristiano que recibe el sacramento del orden acepta el celibato con plena conciencia y libertad, después de una preparación de años, de profunda reflexión y de asidua oración. Él toma la decisión de vivir de por vida el celibato, sólo después de haberse convencido que Cristo le concede ese don para el bien de la Iglesia y para el servicio de los demás[2].



La asunción pública de la obligación del celibato queda establecida en el c. 1037: «el candidato al diaconado permanente que no esté casado y el candidato al presbiterado no deben ser admitidos al diaconado antes  de que hayan asumido públicamente, ante Dios y ante la Iglesia, la obligación del celibato en la ceremonia prescrita, o haya emitido votos perpetuos en un instituto religiosos»[3].

 A este rito público de obligación de celibato están obligados el promovendo al diaconado permanente que no sea casado y el promovendo al diaconado transeúnte; al mismo no están obligados quienes han emitido votos perpetuos en un instituto religioso.  El rito es público[4], porque la obligación del celibato se asume ante Dios y ante la Iglesia. La prescripción del presente canon se funda en los establecido en el c. 277, 1. El rito se halla en el Pontifical Romano[5].






[1] JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, de 8 de abril de 1979, n.9, en Javier FRONZA, «El celibato don, propuesta y tareas», 151.


[2] Ibid.


[3] Respecto a la última parte del canon «la norma ha sido modificada: “a esto está también obligado el candidato perteneciente a un Instituto de vida consagrada o una Sociedad de vida apostólica que haya emitido votos perpetuos u otra forma de compromiso definitivo en el Instituto o Sociedad” (SCCI, Normas básicas de formación de los diáconos permanentes, 28 feb. 1998, 63, Cf. Notitiae 26 (1990) 75)»; San José Prisco, «comentario al c. 1037», en  Código de derecho canónico, BAC, Salamanca 20085 596.


[4] «Este rito tiene un sentido meramente intencional o declarativo del propósito de virginidad, que es solemnizado con la recepción del orden sagrado», Francisco Rico, De Ordine,  42.
[5] Cf. Ibid.


Signos que se han de comprobar en quienes se prepara para ls órdenes c. 1029

La llamada a los ministerios sagrados presupone ante todo el llamado de Dios,  una llamada de naturaleza carismática mediante la cual Dios destina a alguien a la condición de vida clerical y le prepara los medios necesarios para conseguir ese fin[1]. Sin embargo, la Divina Providencia al tiempo «que concede los dotes necesarios a los elegidos de Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y les ayuda con su gracia», «confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que soliciten tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia» (OT 2). De ahí que la vocación divina termine siendo a la vez vocación canónica, y que  corresponda a la autoridad legítima comprobar la autenticidad de los signos de la vocación divina y llamar al elegido a las órdenes sagradas[2]. Pues, la vocación sacerdotal:
no viene a ser definitiva y operante sin la prueba y aceptación de quien en la Iglesia tiene la potestad y la responsabilidad del ministerio para la comunidad eclesial; y por consiguiente, toca a la autoridad de la Iglesia determinar, según los tiempos y loa lugares, cuáles deben ser en concreto los hombres y cuales sus requisitos  para que  puedan considerarse idóneos para el servicio religioso y pastoral de la Iglesia misma (SC 15).
Por lo tanto, «la vocación sacerdotal está necesitada de una comprobación externa por parte de los responsables de la Iglesia, que han de verificar, a través de una compleja tarea de discernimiento, aquellos criterios objetivos que son manifestación o “signos de la vocación divina”»[3]. El c. 1029 nos señala los signos que se han de comprobar canónicamente en quienes se preparan para recibir las órdenes: fe íntegra, recta intención, ciencia debida, buena fama y costumbres intachables, virtudes probadas y otras cualidades físicas y psíquicas congruentes con el orden que van a recibir.
Sin embargo, es preciso que antes de recibir las órdenes, se realicen los escrutinios de los candidatos previstos en el canon 1051[4], que tienen por objeto certificar la idoneidad del candidato. La carta circular sobre los escrutinios establece que éstos «deben hacerse para cada uno de los momentos del iter de formación sacerdotal: admisión, ministerios, diaconado y presbiterado». Es el obispo quien llama a las órdenes, pero oyendo a los formadores y consejeros cuyas recomendaciones, si bien no son vinculantes para él, tienen un alto valor moral[5].
Por otra parte, el obispo tiene el grave deber de no conferir las órdenes a quien no sea canónicamente idóneo. Ha de alcanzar certeza moral, habiéndose probado de manera positiva la idoneidad del candidato (Cf. c. 1052 § 1). No es suficiente que no se aprecie ningún inconveniente. La norma manifiesta en este aspecto una preocupación considerable: así el canon 1052 § 3 insta al obispo que va a conferir la ordenación a no proceder a ella si tiene fundadas razones para dudar de la idoneidad del candidato[6]. En este mismo sentido afirma el Concilio: «a los no idóneos hay que orientarlos a tiempo y paternalmente hacia otras funciones y ayudarles a que, conscientes de su vocación cristiana, se comprometan con entusiasmo en el apostolado seglar» (OT 6).
Finalmente, el discernimiento de este don en los candidatos no sólo es de suma importancia, sino urgente.  Principalmente, porque entre los que se interesan por el ministerio, «hay también alguna que otra «ave rara» que viene a hacer su nido y que no pocas veces abraza incluso el sacerdocio porque una serie de obispos, movidos por una especie de pánico de que vayan a cerrase las puertas, confieren las sagradas órdenes a todo el que se presente»[7]. Por otro lado, si no se realiza con delicadeza y prudencia como, por ejemplo, sin advertir necesidades no resueltas de apego a personas o de autoestima egocéntrica, la persona fácilmente caería  en un estado de inmadurez afectiva que la condicionaría para afrontar la vida en soledad y con ello, para una realización personal afectiva saludable. Ni las normales muestras de afecto y consideración, ni la compañía de amigos resultarían suficientes para satisfacer sus necesidades «inmaduras» de dependencia, cariño y reconocimiento; a la vez presentaría una gran tendencia a la perturbación afectiva ante situaciones más o menos objetivas de soledad o rechazo[8].







[1] Daniel Cenalmor, «Comentario al c. 1029», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 947.
[2] Cf. T. Rincón-Pérez, Disciplina canónica del culo divino, en VV.AA., Manual de Derecho Canónico, Pamplona 19912, 566-567; Idem.
[3] José san José Prisco, «Comentario al c. 1029» en Código de derecho canónico, 592.
[4] «1° El rector del seminario o la casa de formación ha de certificar que el candidato posee cualidades necesarias para recibir el orden, es decir, doctrina recta, piedad sincera, buenas costumbres y aptitud para ejercer el ministerio; e igualmente, después de la investigación oportuna, hará constar su estado de salud física y psíquica. 2° para que la investigación sea realizada convenientemente, el Obispo Diocesano o el Superior mayor puede emplear otros medios que le parezca útiles, atendiendo a las circunstancias de tiempo y de lugar, como son las cartas testimoniales, las proclamas u otras informaciones»,Luis Orfila, «Comentario al c. 1051», en Comentario exegético del derecho canónico, Vol. III, 1007-1008.
[5] Cf. Javier Fronza, «El celibato don, propuesta y tarea», 150.
[6] Cf. Ibid.
[7] Gisbert Greshake,Ser sacerdote hoy, 466.
[8] Cf. Ibid.